Va entrando junio en su último tramo y trae, como todos los años, un regalo que me pilla siempre desprevenida. Gracias a este despiste, tardo unas milésimas en identificarlo, circunstancia que agradezco. Cuando me atrapa, me gusta tanto que me paro, cierro los ojos y hago una inspiración lo más honda posible para quedarme con todo el olor de todas flores de todos los tilos. Es un aroma dulce y cálido, pero también ligero y verde y cada vez que lo huelo pienso en una ráfaga de aire que podría levantarme del suelo, me envuelve y me da paz, así que paso estos días intentando moverme por debajo de los tilos para ralentizar el paso. Aún hay tiempo para seguir disfrutando. Me pregunto si esa sensación de intenso sosiego tiene que ver con las propiedades calmantes de la tila o si el perfume invoca el clima emocional de algún recuerdo del que formaba parte. Da igual. El aroma de las flores de tilo volverá cada año. Eso espero.

Otro regalo, aunque este es improbable que vuelva a repetirse porque su protagonista no suele frecuentar las ciudades, es un momento mágico que duró casi dos minutos. Bajaba las escaleras de un parque y, cuatro peldaños por debajo de donde estaba, se posó una abubilla. Temí que se sintiera amenazada si me movía y me detuve. Tan pequeña y tan elegante, con su corona de plumas tricolores, miró para los lados con curiosidad, descartó cualquier peligro y se dedicó a acicalarse. Se inspeccionó el pecho con el pico sin prisa, volvió a mirar a derecha e izquierda y volvió a quedarse quieta, quise interpretar que manteniéndome la mirada. Luego agitó las alas y levantó un vuelo sinuoso. Regalos de junio que me hacen detenerme, que falta me hace, y sonreír al recordarlos.