Hacía unos años que no acudía a Labiano. Ya se sabe, la covid y todo aquello. También la pereza. Los cuencos, cuando por calendario nos toca hacer la anual visita a la basílica de San Pablo y Santa Felicia, somos de madrugar. Esa hora temprana es de lo poco que queda de un ritual que encontraba su punto culminante en unas buenas costillas asadas sobre las brasas.

Como los fuegos están prohibidos, la romería es hoy un ir y volver, para los que viajan en coche y para los que van caminando. Veo poca gente (quizá por la hora…), muchas canas, menos pelo. Casi los mismos de siempre. Llama la atención la ausencia de puestos de venta de dulces, que en otros tiempos salpicaban el trayecto por la calle hasta donde se encuentra la iglesia parroquial. Quizás llegaran más tarde…

En el pequeño templo se ofician las misas; en ese escenario en el que Jesús Equiza (sacerdote, teólogo, ecologista, revolucionario…) convertía un sermón en una lección. La feligresía, concluida la ceremonia, besa el cristal que guarda la reliquia de Felicia, cuyos diminutos restos parecen perder densidad con el paso del tiempo y pueden contemplarse en la urna incrustada en el altar. Antes de abandonar el recinto, creyentes y escépticos, pasan un pañuelo por el viejo ataúd de madera con la esperanza de que alivie los dolores de cabeza. Unos dicen que es por fe, otros, por si acaso. Pero siempre es una buena excusa para volver a Labiano.