Las democracias liberales occidentales en general viven tiempos inquietos desde hace ya una década larga, convulsos y preocupantes. Los discursos de la extrema derecha han avanzado ganando posiciones en la sociología electoral, en el día a día mediático que impone las agendas de información –más bien de manipulación e intoxicación–, y en espacios de gobierno en casi todos los países. La alianza entre PP y Vox ya es una realidad sin complejos en muchas comunidades y ciudades. Tampoco es extraño porque resulta evidente que ambas partes, la derecha extrema que siempre ha sido el PP –aunque se maquille de falso centrismo–, y la extrema derecha de Vox, comparten de origen el mismo ADN ideológico. Sus acuerdos reflejan en buena medida la apuesta por la involución del Estado hacia fórmulas reaccionarias, conservadoras y autoritarias.

También la obsesión por sumar mayoría suficientes en las urnas para derogar todas las leyes que han impulsado avances en cuestiones económicas, laborales, fiscales, sociales, etcétera y que han permitido recuperar una parte de los derechos democráticos que fueron anulados con la excusa de las crisis económicas de 2008 y 2011. Aunque la reversión de aquella suma de desaguisados no ha sido absoluta y buena parte siguen activos. El objetivo declarado del PP y de Vox está claro en cuestiones fundamentales como la igualdad de oportunidades, la justicia social y la redistribución de la riqueza.

La privatización de los servicios públicos y de las pensiones, el cambio climático y la transición energética, la memoria democrática, la vuelta atrás en medidas como el aumento del SMI, la anulación de las legislación sobre igualdad de género y contra la violencia machista, la homofobia o el racismo, la vuelta a los tiempos de la persecución de las lenguas del Estado que no sean el castellano, la recentralización autonómica y eliminación de los regímenes forales de Navarra y la CAV, entre otras, son bases de esa alianza política. Un corta y pega de la misma ideología extremista contra la democracia que se extiende por el mundo y que se conforma de un batiburrillo que mezcla el fanatismo religioso, la desregulación de las leyes que sostienen la convivencia, la privatización del agua y la vivienda, el neoliberalismo que pregona una riqueza hiperconcentrada y una miseria generalizada, el militarismo y el autoritarismo político, judicial y policial. Más o menos, hasta ahí tengo claro lo que trae debajo del brazo el proyecto conjunto de PP y Vox y así se expone blanco sobre negro allí donde cierran acuerdos.

Pero admito que el devarío de eliminar los carriles-bici, como plantean en Valladolid y Gijón, no lo he visto venir. ¡Que evolucionen otros! en su última versión cañí. Pero más que en Vox, hay que pensar en los marcos mentales que se imponen. Feijóo no quiere aclarar hasta donde está dispuesto a llegar en ese camino de la mano de la ultraderecha, pero debería ser una exigencia democrática mínima que lo hiciera antes de las elecciones. Al igual que Javier Esparza, que ya ha comprometido el voto de UPN para Feijóo en el Congreso, para que los navarros y navarras puedan saber hasta donde está dispuesto a ir junto a PP y Vox y cuáles son sus consecuencias para la sociedad y los intereses generales de Navarra. Incluidos por lo visto los carriles-bici.