Hace 45 años yo iba a misa todas las semanas. Eso ocurría los sábados por la tarde. Iba, que no escuchaba, porque en las últimas filas del coro, al que solo accedían hombres, se montaba cierto cachondeo con la gente de más edad del que era difícil no participar. Con el debido respeto, esas cosas pasaban, como la siesta que entre “oremos” y “podéis ir en paz” se descargaba algún feligrés al fresco de los viejos muros del templo. Recuerdo aquella tarde porque desde lo alto de la cuesta que sostiene a la iglesia, al campanario y a la casa parroquial era visible una columna de humo negro que trepaba desde Pamplona al cielo.

No pasaron muchos minutos hasta que alguna madre corrió para recomendarnos que nos quedáramos en el pueblo, que en la ciudad había disturbios y tiros. A algún amigo la cacería policial le sorprendió en las calles de Iruña y pasó horas resguardado en un portal con la compañía del miedo. Marcos recordaba de tiempo en tiempo aquella peripecia que vivió la tarde-noche trágica de un 8 de julio de 1978. Ahora, 45 años después, Marcos se ha ido de improviso, sin columna de humo que lo anunciara desde Alemania, sin aviso previo. No le tocaba. Otra putada.