Desde que el cafre se agarró en Sídney los huevos, se ha extendido la ira y encendido la memoria. Así que varias mujeres han aprovechado que el piquito pasa por los titulares para recordar actos muy chungos de colegas: un presentador de noticias, un charlatán deportivo, un columnista todoterreno, un locutor comediante, un plumilla cultural... La mayoría de ellos se ha solido mostrar firme aliade de la causa feminista, lo que ha soliviantado a las afectadas. Pues para llevar la pancarta no hay que ser el más guapo, pero sí presentarse un poco limpio.

Ya no sorprende nada, ni el silencio banderizo de los testigos –perro rojo sólo come perro azul, y viceversa–, ni la adscripción ideológica de los señalados, quienes de ser ciertas las acusaciones opositan a canallas en cuanto cuelgan el megáfono y firman el manifiesto. Si alguien cree que el abuso de poder es asunto exclusivo de la derecha, ignora el acoso con fular sufrido por algunas becarias, alumnas y militantes, siempre adornado de lisonjas laborales, académicas y revolucionarias. El pecado es transversal.

Y es que el antañón abismo entre la homilía y la bragueta no es muy distinto del que separa hoy la turra pública y su aplicación privada. El mismo que te ilustra sobre la nueva masculinidad le pone los cuernos a su mujer. El mismo que detecta micromachismos como caspa en cuerpo ajeno es la versión moderna del hombre que explica cosas, sólo que ahora amplia su magisterio paternalista. Y, claro, al facha cavernícola se le ve venir. El otro, el compañero, el camarada, es sin embargo más cuco. Empieza arrimando el hombro y acaba arrimando cebolleta. Y duele mucho más que el primero.