Era la frase más oída no hace mucho ante cualquier fenómeno meteorológico extemporáneo. Disfrutar de días en terrazas y en manga corta en pleno invierno o tener que sacar el plumífero en agosto eran hasta hace poco episodios puntuales pero no extraños por estos lares. Pero las sucesivas y cada vez más asfixiantes olas de calor o el diluvio de este fin de semana con precipitaciones históricas son sólo dos muestras más no de que el tiempo esté loco, sino de que el clima está cambiando en nuestro planeta y nos encaminamos, si no estamos ya inmersos en ella, hacia una crisis climática global de proporciones apocalípticas. Los incendios de Grecia, Hawái y Canadá, o las inundaciones en varios países centroeuropeos son también muestras del preocupante –e indiscutible, por mucho que algunos no lo quieran ver– calentamiento global. Una crisis climática que ha supuesto para el planeta el verano más calurosos jamás registrado, con los gases de efecto invernadero sembrando una espiral de tragedias y muertes por doquier. Y sumiéndonos aquí en el último mes en cuatro olas de calor anormalmente altas y persistentes que se han cobrado decenas de vidas. Por no hablar de la persistente sequía y de su impacto en la cesta de la compra. El tiempo no está loco, sino los seres humanos que nos estamos cargando el planeta y no queremos darnos cuenta.