Una vez me cayó una persiana a la nariz con el consiguiente roto que no es momento de describir. Poco tiempo después noté que había empezado a bajar las cuestas tensa, como si tuviera miedo a caerme, lo que me producía un creciente agarrotamiento de lumbares para abajo. Afrontaba el desnivel con una lentitud exasperante, a pasitos cortos, algo hasta entonces inédito. Sustituí el miedo a que me cayeran cosas del cielo por el miedo de caerme yo misma, un miedo mucho más controlable y, por lo tanto, una buena estrategia, pero con el precio de andar como quien intenta no pisar las juntas del pavimento.

Desde que recuerdo, padezco, ahora lo veo claro tras leer un artículo que me ha hecho reconocerla, criofobia. Si buscan, verán que es miedo al frío extremo. En mi caso, para padecerla viviendo aquí, no hacen falta temperaturas polares, me basta con saber que en la calle hace frío para que se active un estado de llevadera pero insidiosa ansiedad, aumentada por la posibilidad de consultar las páginas de previsiones a las que soy un poco adicta. Ya que estamos, no pasa nada por reconocer que también padezco termofobia, vaya, miedo al calor. Pudiendo elegir…

Ya digo que sufro ambas en un grado ligero. No me limitan la actividad y tampoco desencadenan grandes síntomas físicos. Simplemente, saber que al día siguiente he de vivir a 0 o a 33 grados hace que esta información se instale como fondo de pantalla y se quede ahí, constante salvo que algún estímulo mayor la desplace y seguramente quitando sitio a otros más pertinentes, placenteros o neutros.

Visto lo visto, he empezado a pensar que ambas fobias tienen que ser desplazamientos de una preocupación principal, mayor, aunque no acabo de identificarla. La psique es un cajón de sorpresas.