Ceno con Altube, amigo de la infancia en la “Servicial”. Hacía años que no nos veíamos. Lo vi viejo, desgastado, como si estuviera a punto de escribir su propia necrológica. Creo que adivinó mi impertinente percepción y me observó en silencio, como quien entra en su casa y no la reconoce. La vida cae en picado y sin excusas, dijo. Y cenamos. Y hablamos. Que de qué. De todo a sabiendas que delante de aquellos platos todo sería puro postureo. A lo más una pelea de gallos exhibiendo sus propias limitaciones, como la levedad del algodón.

Coincidimos en el desgobierno municipal de esta ciudad-terraza. Y en la urgencia de una moción de censura. Los socialistas no pueden seguir utilizando el coitus interruptus y presumir de prosa eyaculatoria, dijo Altube. Nos pusimos espesos con la geometría de los pactos y los intereses ajenos pero entonces las palabras se nos engancharon entre los dientes. Y no estábamos para perder bocado. Llegó el turno de la investidura. Le dije que había apostado a que Sánchez repetiría con los votos de los independentistas. Altube coincidía pero aseguró que tras ello una ola de uniformados de caqui o con toga casposa buscarían su destitución vía golpe de estado jurídico. Y habrás perdido la apuesta, dijo. Pasamos a Gaza y el doble rasero de los muertos. Los de Hamás son de un grupo terrorista, los de Israel de un Estado terrorista con cheque en blanco internacional para reeditar la nueva Solución Final Palestina. Sí, mucha gente tiene un pleito con la ética, dijo Altube. Al oír esto, los vecinos de mesa entraron en la conversación. Hay que ser optimistas dijeron. Altube dijo que el optimismo pasivo, esa bobada de pensar que las cosas se arreglarán solas, es solo una receta para la autoindulgencia, un freno para la crítica y la acción política significativas. Nos miraron raro. Para entonces los huevos con txistorra se habían enfriado.