Aquí va una historia de terror: con 35 años tengo un aval por el alquiler del piso que comparto y un seguro de vida que no quiero. Ambos son productos con la misma entidad bancaria. Cosas del capitalismo. Nuestro arrendador, tras ocho años, sigue insistiendo en que hagamos un aval por 5.400 euros cada vez. Teme que le destrocemos la casa o que no paguemos. La novedad es que, en esta ocasión, el banco que nos lo tramita ha puesto especial empeño en que contratemos seguros de vida por encima, incluso, del cobro de las comisiones.

Como quemar cajeros está mal visto y, en todo esto, el arrendatario es la parte débil, toca pasar por el aro. “¿Ha estado de baja prolongada durante los últimos años?”, pregunta del gestor. “Sí, un año por depresión”. La respuesta lleva a tener que rellenar otro formulario, en este caso, a mi psiquiatra. “¿Surgió la enfermedad a consecuencia de un suceso?”. Sí, la inesperada muerte de mi padre a causa de un sistema público de salud que se desmorona. “¿Actualmente está en tratamiento? Precise”. Sí, 20 mg de Fluoxetina al día. “¿Ha intentado suicidarse?”. De ser así, especifique el “número de intentos”. No es el caso pero, a usted, ¿qué cojones le importa?

En ocasiones hablo de salud mental desde aquí y en primera persona, porque creo que romper el tabú es necesario. Pero aquí no estamos hablando de eso, hablamos de cómo se mercantiliza la vida, haciendo de la salud algo con lo que comerciar y obtener beneficios. Y todo ello para acceder a un mísero alquiler.