Miraba tontamente la tele. En el anuncio, de un coche, cuando el famoso imagen de la marca dice algo así como rompe tus límites o no te pongas límites, un muro salta por los aires y la vista se asoma a un paisaje abierto que da un poco de vertiguillo.

La frase desató el monólogo. ¿Cómo que no te pongas límites si hablamos de un coche? Valiente tontería. ¿Qué dirá la DGT? ¿O se refiere a los límites para comprarlo? Preguntas retóricas, por supuesto.

La frase es de esas afirmaciones que se presentan como indiscutibles y sirven para todo, es decir, peligrosa. ¿Tener límites es inconveniente, conformista y cobarde, poco atractivo? Por ahí va la cosa.

Yo quiero a mis límites. A los que venían de serie y los que he ido marcado después. Me llevó su tiempo aceptar los primeros, qué más hubiera querido que poder recorrer un pasillo dando volteretas laterales o cantar bien, por poner dos ejemplos banales, y hacer hueco a los que van llegando con los años, que tienen la ventaja de se ahorran el tiempo de las presentaciones, se instalan y ya.

Definir los segundos tampoco ha sido tarea fácil. Mi experiencia es que lo más habitual es que una aprenda dónde poner exactamente la valla cuando alguna intromisión en lo que podía parecer un espacio abierto ha tenido consecuencias no deseadas, no previamente. Cuando se desvela que otra frase célebre, lo que no te mata te hace más fuerte, tampoco tiene un pase, porque lo que no te mata puede dejarte peor de lo que estabas.

No estoy para prescindir de mis límites. En el espacio que rodean me dan abrigo y consistencia, sé cómo funciono, qué me sienta bien, qué se me indigesta y cómo proceder. Como las fronteras de un país.