Hola personas, feliz domingo y feliz semana tengan vuestras mercedes. Esta semana he paseado por entre aquellos que ya no están, como corresponde a las fechas próximas pasadas, que decían los antiguos. El jueves, día de difuntos, bajé a Berichitos a ver que se cocía en la otra ciudad, en la ciudad paralela, en la que están muchos de los que nos han precedido y a la que iremos casi todos. Es un lugar que me gusta, me da paz, le tengo cariño y visito con frecuencia. Pero antes de ver el paseo en sí mismo, vamos a ver un poco los usos y costumbres que se daban en Pamplona para solucionar el qué hacer con los difuntos antes de tener a mano la Huerta de Larequi.

Este es tema que ya hemos tratado alguna vez y quizá algún dato lo repita, Vds. sabrán perdonarme.

Parece ser que una de las necrópolis más antiguas halladas en el subsuelo pamplonés fue la encontrada en los terrenos que hoy ocupa la manzana de la calle Olite 2, frente a Escolapios, en ellos se encontraron en el transcurso de unas obras a finales del siglo XIX más de cien tumbas del siglo VII que, si bien se consideraron visigodas parece ser que también tenían reminiscencias islámicas. Pero no nos vayamos tan lejos. En épocas pasadas hay constancia de que la vieja Iruña contaba con un cementerio llamado de Santa María en lo que hoy es el atrio de la Catedral, otro en lo que hoy es la plaza de San Nicolás, un tercero en donde está la capilla de la Virgen del Camino y un cuarto en donde se encuentra la de San Fermín, eran cementerios que correspondían a las parroquias. También se enterraba dentro de la propia iglesia, en las llamadas fuesas, con la consiguiente falta de salubridad que ello conllevaba. También los conventos contaban con su correspondiente cementerio. El último que se construyó en Pamplona fue el de las monjas de San Pedro, las Petras, que levantaron sus nichos, en el nuevo convento inaugurado en Aranzadi, el año 1967.

Esto fue así hasta que Carlos IV, un día de 1804, uno de esos días que no estaba arreglando relojes, ni cazando por los montes del Pardo, ordenó que se enterrase a todos los muertos juntos en cementerios adecuados y preparados para ello. Pamplona eligió y compró el lugar de Berichitos y el arquitecto Pagola, esta vez sí, fue el encargado de diseñarlo y diseñó un polígono con ocho parcelas que se repartieron de la siguiente manera: una para cada una de las cuatro parroquias, una para cada uno de los dos hospitales, civil y militar, una para el clero y otra para las autoridades. Así fue hasta el año 1865 en que se amplió, y a esta ampliación le siguieron varias. El camposanto es la Pamplona silenciosa y crece como crece la bulliciosa, si bien ahora con la costumbre incendiaria parece que se ha estancado.

En 1806 estaba todo listo para empezar a recibir finados, pero por allí no aparecía ni el gato, a la gente le parecía un espanto tener que llevar a sus muertos tan lejos de la ciudad y se negaban a ello.

Este jueves he dado el paseo que desde el centro suponía llegar hasta allí y la verdad es que había una tirada.

Supongamos que una señora fallecía en su domicilio de la calle Chapitela, a la puerta de casa le esperaba un carro tirado por uno o dos caballos, o más, dependiendo del nivel económico del difunto, ya decía el dicho: cuanto más ricos, más animales. El cortejo partía a pie, supongo que de buena mañana, cruzaba Mercaderes, pasaba frente al Ayuntamiento, y por Bolserías llegaba a la Iglesia de San Saturnino donde se celebraba el funeral corpore in sepulto. Según la vieja costumbre, acabado el oficio, se le daba sepultura en la fuesa correspondiente, se despedía el duelo y cada mochuelo a su olivo. Mientras que, con la nueva normativa, el féretro volvía al carro, el cortejo se volvía a poner en marcha, tomaba la calle Mayor y, atravesando el Bosquecillo, llegaba al Portal de Taconera por el que abandonaba la ciudad amurallada para tomar el camino que todos los mapas del XIX señalan como Camino del Cementerio, en el que no se señala ni un solo edificio, únicamente campos de labor y alguna casita desperdigada. Ese recorrido a paso de cortejo fúnebre hay que reconocer que era mucho andar y que era largo y lento y que a los pobres pamploneses decimonónicos no les faltaba razón. Imaginaos un entierro en enero con una buena nevada. O la caminata que se tenía que pegar una pobre viuda que viviese en la calle Dormitalería para ver a su Paco o para llorar a su hijo muerto contra el francés.

Yo lo hice el jueves, se hace en media hora corta y es animado. No tomé calle Mayor, sino que fui por Sarasate, que era el recorrido que se hacía en el siglo XX, como se ve en fotos de cortejos fúnebres famosos de gente principal, llegué a Navas de Tolosa y, por el Bosquecillo, alcancé el portal, rehecho, de Taconera que atravesé por debajo para estar a la altura de nuestros antepasados. De ahí, por Antoniutti, enfilé la animadísima Avenida de Bayona y entre tiendas, discotecas muy canallas aun con restos de jalovin, bares, vida, gente y bullicio me planté en los aledaños del cementerio sin darme cuenta. Pero antes no era así, incluso en los años 60 ir al cementerio era una auténtica excursión cuando toda esa zona eran casas hortelanas, fábricas, talleres y la tapia trasera del Campo de San Juan donde Osasuna pasaba alegrías y penurias. Recuerdo que de zangolotino aquella era zona de aventuras y fechorías.

Llegué al camposanto y la explosión de color y olor fue espectacular, el olor de las flores lo inundaba todo, los panteones lucían coloridos macizos de flores que el día anterior los vivos habían llevado a sus muertos y aún estaban en plena explosión de propiedades. Pero… no a todos, hay muertos que se ve que no dejaron semilla en este mundo o no dejaron buen recuerdo o nadie los recuerda, a esos no les llevan flores sus vivos, pero la madre naturaleza les llena el panteón de asilvestrada vida verde, no es lo mismo, pero es lo que hay.

Me acerqué a saludar a mis padres y les hice cuatro encargos, seguro que mi madre tiene buena mano por ahí, por las alturas, ella conocía gente por todos lados. Antes de irme salí de la parte vieja y pasé a la parte nueva, a la parte que llaman del Rio, ahí ya la explosión de flores, de luz, olor y color era rayana en la locura, multiplicaba por mil lo que hay en la parte vieja, en esa zona no hay ni un solo panteón sin atender, ni un solo nicho sin cariño. Es lógico, ahí no hay difuntos de 1850.

Salí, tomé el parque de la Biurdana, y por la Granja llegué al nuevo ascensor de Trinitarios que me dejó en la parte final de la Taconera en un pispás. Nuestros bisabuelos no tenían eso.

Besos pa tos.