Admito que hay personajes públicos de los que me cuesta mucho juntar unas letras en esta columna. Abascal es uno de ellos. Siempre pienso que escribir sobre sus fanfarronadas es también alimentarlas públicamente. Además de que me da mucha pereza el tipo. Pero hay ocasiones en que resulta inevitable. Abascal aprovecha su presencia en la toma de posesión del ultra Milei como nuevo presidente de Argentina para soltar otra perla que ya se ha hecho famosa: “Habrá un momento en el que el pueblo querrá colgar de los pies a Pedro Sánchez”. No es una boutade más. Es una estrategia. La frase contiene en pocas palabras un compendio de la fórmula de la extrema derecha en su extensión por todo el planeta. Se apropia de las palabras para modificar su significado en función de sus posiciones ideológicas. Utiliza una imagen icónica de la lucha antifascista, la fotografía de Mussolini colgado de los pies tras ser fusilado por los partisanos italianos, para asemejarla con la imagen de Pedro Sánchez. Es inaceptable solo ya el intento de comparación entre un dictador fascista que llevó a Italia al desastre como aliado de los nazis y un presidente elegido libre y democráticamente en las urnas. Pero eso a Abascal le da igual. Lo importante es la tergiversación de la imagen, del símbolo y del lenguaje y sus significados. Para Abascal y la ultraderecha que representa la idea de pueblo tiene poco que ver con una dinámica democrática, sino que está más cerca de la imagen que transmiten aquellos pobres desgraciados que en siglo XIX celebraban la vuelta al absolutismo monárquico del borono Fernando VII con el grito sumiso de ¡vivan las cadenas!. El discurso de Vox y de la derecha española sigue anclado en las posiciones reaccionarias y conservadoras de siglos atrás y sigue alimentado el golpismo y el pronunciamiento como fórmulas de acción política. Muchas personas han sido condenadas y otras muchas más están hoy en las cárceles del Estado –España tiene uno de los códigos penales más punitivos de la UE–, por mucho menos que lo que expresan las palabras de Abascal contra el presidente Sánchez y contra el sistema democrático, pero no le ocurrirá nada. Ni la Fiscalía ni ningún juez tomará iniciativa alguna y se enmarcarán sin más en la libertad de expresión, aunque no tengan nada que ver con la crítica política ni con el debate democrático. Lo importante, en todo caso, no es lo que diga Abascal, quien acaba de perder 19 diputados y 700.000 votos en las elecciones generales del 23-J- Lo importante es qué piensan Feijóo y el PP –lo que piensan Esperanza Aguirre o Cayetana Álvarez de Toledo ya lo sabemos porque les vimos sonrientes junto a Abascal en el acto de Milei–, de su socio con quien gobiernan decenas de ayuntamientos y seis comunidades. O qué piensan de esta exaltación de la violencia política los diputados navarros García Adanero o Sayas. O el mismo presidente de UPN, Javier Esparza, no con la boca pequeña. Porque el silencio, cuando no la complicidad o el conchabeo, abre la puerta a la política tóxica y la descalificación como únicos argumentos y por ahí se cuela la legitimación del fascismo. Ése es el problema. La facilidad con que los discursos políticos de las amenazas incluso de muerte directas y el insulto se han instalado en la política diaria y han ido calando en capas sociales.