Nos puede más la curiosidad que el afán de conocimiento y por eso vamos picoteando, aquí y allá, libros, series, música, películas, lugares y personas para llegar a todo cuanto ocurre. Y por curiosidad he visto No me llame Ternera, la entrevista que Jordi Évole le hizo al dirigente de ETA, Josu Urrutikoetxea, servida por Netflix y estrenada en el último Festival de Cine de Donostia contra la beata furia de Savater, Trapiello, Aramburu y demás alguaciles de la memoria.

La verdad es que no era para tanta expectación ni tanto ruido. Queda claro que el producto tiene dos públicos muy diversos: Euskadi, que conoce el percal, y España, donde todo pasado es agravio. Es la típica historia de Évole: estilo de confesionario, ambiente oscuro, voz baja, primerísimos planos, lenguaje corporal limitado y escaso contexto. En su propósito de reivindicarse, Ternera se marca un monstruoso ejercicio de cinismo, justificando la sangre derramada (y la ruina social y económica del país) en unos ideales de revolución, es decir, de dictadura. Al igual que los suyos, habla en nombre del pueblo vasco y valora su propio sacrificio, lamentando retóricamente el dolor causado.

Llega al punto vomitivo de defender el crimen de su amiga Yoyes, porque lo decidió la organización, y acusa el peso de su mochila moral a los 73 años, casi todos al servicio del peor destino. Sintiendo que la vida se le acaba, sus palabras suenan a testamento, que alcanzan el cénit con la confesión del atentado contra Víctor Legorburu en 1976. Casi medio siglo después el guardia municipal, Francisco Ruiz, que acompañaba al alcalde franquista de Galdakao, se entera de que Urrutikoetxea participó en aquel crimen. Es un instante brutal. El documental debería haberse titulado “No nos llame gilipollas, Ternera”.