Educar es dar ejemplo. Y dar ejemplo a un hijo no es tan sencillo. Están los valores. Por lo general, son los que has recibido de tu madre, de tu padre. La honestidad, sé íntegro, la sinceridad, no se miente, la cultura del esfuerzo, conseguir lo que quieres cuesta. Primero has de averiguar qué quieres, después decidir ir a por ello y una vez puesto el foco arrancar la maquinaria de la constancia, la disciplina, la dedicación, las horas. Ejercitar tus inteligencias, aprovecharlas, hacerlas crecer. Y mantener la maquinaria en marcha, siempre. No hay que bajarse de ese bulldozer. No importa si lo conduces por senderos de cabras o por autopistas. No importa si estudias, trabajas, cambias de puesto, de sector o te mantienes en el mismo. Para aligerar te confesaré que, aunque no te lo parezca, hijo, hija, ese esfuerzo sostenido esconde una ventaja. En el momento en que la vida, tu trayectoria, tus contactos o la suerte de hallarte en el lugar adecuado en el momento justo te depare un trabajo más ligero en el que te sobre capacidad, recursos o ritmo, te resultará un paseo en góndola por Venecia el día antes de haber sido descubierta por el turismo.

Están los hábitos. El buen uso de las pantallas. Venga, media hora tres días a la semana. Después de recoger tu cuarto y poner la mesa, acuerdas sin soltar tu móvil, consultando mails, respondiendo whatsapps, curioseando en Instagram perfiles de fotografía, de arquitectura, reels de coreografías paranormales, gatos que saltan 20 metros y gente que colisiona contra el armario de la cocina. Evitar el consumismo. No vamos a comprar otro juego prácticamente igual que estos dos, señalas mientras te estudias un anillo –en el móvil– como si no tuvieras nada más que ponerte en los dedos que la arandela de las llaves. Discutir las cosas con calma. No hace falta gritar, ¡y la mesa no se pone sola!, aúllas en el 5º haciendo que el vecino del 2º se lance a colocar platos, cubiertos y vasos de puro terror. En fin. No somos Gandhi, ni Malala ni Greta Thunberg. Hacemos lo que podemos.