Cuántas veces hacemos que nuestras expectativas sobre algo consigan que ese algo se convierta en realidad. Te preparas para acudir a una entrevista de trabajo y mientras te lavas los dientes observas en el espejo a otra persona. Alguien que cree que no va a estar a la altura. La ves empequeñecerse y a su pecho, comenzar a elevarse y descender en intervalos cada vez más cortos. Reconoces esa marea creciente. Hay muchas candidatas más a ese puesto. Quizá sean más jóvenes. Habrán hecho tres másters, y no sólo uno. Hablarán cuatro idiomas, y no dos y medio. El oleaje sube. En el plato de ducha grita tu nombre una manifestación de cabellos enroscados, los de alguien que creía en sí mismo, pero ya no los oyes. Porque cuando abandonas el baño no eres quien despertó bajo la ducha. Eres la persona del espejo. Al tomar asiento ante el empleador mides cinco centímetros menos y tu autoconfianza se ha rebajado un 40%. Tu poder, tu presencia, tu capacidad de comunicación y de persuasión se han diluido. Son un café de máquina. El empleador se lo toma pero le sabe flojo, necesitaba algo más robusto. Y el puesto que llevaba tu nombre ya no es para ti. Porque por la mañana has dejado nacer la idea insidiosa de que no eres suficiente y la idea se ha hecho tan fuerte que ha convencido al empleador. La profecía se ha autocumplido.

Pero también alientas a tu hija mientras se prepara el examen, le repites que es capaz, que confías en ella plenamente, que tú sabes y ella sabe que puede. Y lo haces no sólo con palabras, también con miradas, estando cerca, llenando otros minutos con actividades que no son el examen, ver una peli, jugar con esas cartas que te provocan una pereza mortal, preparar una pizza casera. Y tu hija va al examen, se atreve a acercarse a ese grupo, habla con la persona que le gusta creyendo que sí. Y como cree que puede, va y lo hace. También se llama efecto Pigmalión. No es magia. Tampoco es ciencia exacta. Lo explicó el sociólogo Robert King Merton. Es pura conducta social. Poderosa.