No quiero ser arrogante. La solución no es fácil ni simple pero, en una semana como ésta en la que tener casa lo es todo, resulta muy doloroso ver a los llamados sinhogar dando vueltas por una Pamplona vacía y mojada. Cualquier día, por determinados barrios, nos los podemos cruzar desde primera hora de la mañana –una vez los más afortunados se ven obligados a dejar el alberge en el que descansaron y el resto escapa del agujero que le sirvió para dormir– en grupos o solos, con la mochila a cuestas, intentando no mojarse y deambulando de acá para allá. A veces, pegados a las paredes de una biblioteca pública para captar la señal wifi, en ocasiones dentro de estos edificios, al calor, sentados en la zona de estudio, descansando somnolientos. De un país u otro, hombres –alguna mujer también– y jóvenes africanos del norte y del centro de este continente esperan la hora para acudir a los comedores sociales mientras intentan esquivar los reiterados cacheos policiales, helados y asqueados. Aseguraba esta semana el alcalde Asirón que erradicar el sinhogarismo no es un estado de gracia y requiere esfuerzo diario y dedicación constante, que esta cuestión no se soluciona de la noche a la mañana sino con mucho trabajo y más recursos. De acuerdo, no es tarea fácil pero sí urgente.