Hace cuatro años estábamos refugiándonos, andando con mucho cuidado con nuestros mayores y enfermos y con el miedo metido en el cuerpo porque no se sabía a ciencia cierta hacia dónde caminaba la pandemia, mientras comenzaban a contabilizarse muertes y muertos, algunos conocidos desaparecían pronto del escenario y otros lo iban a hacer poco a poco, con el dolor aplazado de lo que se ve venir, pero duele igual, o más, aunque llegue más tarde.

El repaso de las búsquedas en Google en 2020 recuerdan que estuvimos informándonos sobre el desconocido coronavirus, de todo lo relacionado con las mascarillas, de asuntos domésticos como recetas de cocina y buscábamos los porqués: por qué se llama así el bicho, por qué la gente compra papel higiénico, por qué en tal o cual sitio no se pasa de la fase 1.

Despistados y muy preocupados, así estábamos, intentando esquivar lo que se nos venía encima. Un acojono considerable, maldiciendo a los pangolines y tirándonos de los pelos. Buscando respuestas o, por lo menos, que acertaran pronto con el acertijo los otros. Nunca se ha creído tanto en la sociedad científica mundial como en aquellos momentos. Ahora están otra vez en la oscuridad, a sus cosas, que resultan vitales.

A la vista de los acontecimientos no estuvimos finos y no vimos la oportunidad de negocio. Ni se nos pasaba por la cabeza que podrían florecer con tal profusión tantas sociedades para la intermediación, que los conseguidores se convirtieran en los nuevos superhéroes y que el negocio de la venta de material sanitario fuese algo tan jugoso como una bonoloto millonaria, supermillonaria.

Mientras nosotros buscábamos en el Internet cómo lavarse las manos, maneras de colocar la palma debajo del chorrete del grifo y nos hicimos unos tutoriales de abrir puertas con los codos, otros estaban metidos en Google pero repasando precios de los Ferrari F12, Porsches o Lamborghini, o mirando a cuánto sale un chalet en una zona exclusiva de aquí y allí. La mascarilla nos la colocaron bien. En los ojos.