La Eugenia guardaba la leche de sus vacas en unas lecheras grandes que tapaba con una especie de manta blanca para que no le cayesen impurezas y bichos y levantaba aquella manta y metía una jarra metálica y la llenaba y de ahí la pasaba a tu pequeña lechera, a la que había puesto un colador para que no le entrasen natas, y luego tú te llevabas aquella lechera con unos dos litros de leche de camino a casa, un kilómetro de prados y de campos, para que tu abuela hiciese bizcochos con las natas y para beber, claro, aunque a mí la leche de vaca no me gustaba mucho, me resultaba algo fuerte, pero pese a ello me la bebía. Ahora no hay vacas en los pueblos y cuando pasas con ellos con la bici no se te ponen las cubiertas llenas de cagadas y no ves a críos salir de las casas con lecheras ni a señoras como la Eugenia, que a la vez que te apuntaba los litros de leche que le debía la abuela para que le pagase todo el verano junto te deslizaba una moneda de cinco duros en la mano para que te comprases un Colajet. La Eugenia lo que ganaba con la leche lo perdía con su bondad. Pero había que verle la sonrisa de satisfacción. No he visto una sonrisa de satisfacción jamás como aquella. Luego ya me hice fijo a la casa porque la bondad incluía dejarnos ver la tele que no veíamos en casa porque no llegaba la señal y así hasta hace 15 años, que la Eugenia se murió. Me acordé ayer de ella, aunque me acuerde muchos días, porque le gustaba ver mucho la tele con sus hijos o conmigo cuando iba y se tragaba mogollón de deportes que ponía y por supuesto también el telediario. Me acordé porque no sé qué opinaría de los telediarios de hoy en día. Yo ayer vi uno y sentí que me pateaban el estómago 10 o 12 veces, ante la retahíla de desgracias y horrores que ahí se contaban. La Eugenia era todo optimismo y seguro que hubiese encontrado una manera de quitarle hierro. Era la maestra de la alegría.