Tengo tres amigos, conocidos, como queramos llamarle, aproximándose a dos de las 5 montañas más altas del planeta. Tienen más o menos mi edad, más de 30 años de experiencia en montaña, y algunos ascensos a ochomiles. Salvo alguna pequeña ayuda, se pagan de su bolsillo la experiencia de plantarse debajo de Kangchenjunga (8.586 metros) y de Makalu (8.463 metros) y tratar de ascenderlos sin la ayuda de oxígeno artificial en botellas, ni sherpas de altura ni nada más allá de un cocinero en el campo base. Son, en sentido estricto, expediciones clásicas tal y como se escalaba hace 50 o 40 años, con la única salvedad de mejores comunicaciones y partes meteorológicos. Poco ruido mediático, poca o ninguna ayuda externa, escaso eco, menos ego aún. Llegar, ver, tratar de subir y volver. Tres amigos –amigos también entre sí– que vuelven a montañas en las que ya han estado, a alejarse durante más o menos un mes de este desquiciado mundo que nos está tocando vivir y de toda esta inmediatez que desde los teléfonos móviles y las pantallas nos come el día, la calma y el tiempo. Se habla mucho y está bien del peligro que tienen los móviles para los jóvenes. Habría que empezar a hablar y muy en serio de cómo nos está afectando ya y mucho a los adultos, comiéndose nuestros días para en muchos casos un resultado que no pasa del mero entretenimiento vacuo. Estos tres alpinistas todavía experimentarán el placer de subirse a una piedra en el campo base una mañana soleada a contemplar la línea de campos de altura que con suerte les lleve a la cima o simplemente saldrán de la tienda una noche para contemplar esos cielos sin contaminación lumínica alguna donde poder observar miles de estrellas sin ninguna distracción estúpida. El himalayismo ha cambiado mucho en 10 años. Pero la esencia del mismo –soledad, majestuosidad, compromiso– sigue en las mochilas de algunos que no se traicionan a sí mismos.