Un catedrático de Ciencia Política de la UNED, Xavier Coller, ha publicado un libro sugerente en tiempos de campaña electoral continua. Se titula La teatralización de la política en España. Broncas, trifulcas y alagaradas. Editado por Catarata, su portada la preside un gran “ZASCA!”, esa expresión onomatopéyica que ha hecho fortuna en las redes, factorías de obleas dialécticas y afanes de todo tipo por callar bocas. Al teléfono Coller nos explica que “la democracia tiene una dimensión conflictiva” y otra “inevitablemente cooperativa entre los rivales políticos”. Esta segunda es fundamental, pues “ninguna democracia sobrevive solo con el conflicto”. En tiempos teatreros abunda la sobreactuación, la política impostada, la gesticulación artificial. Excesos cansinos y hasta peligrosos, a veces revestidos, paradójicamente, de supuesta autenticidad. Joseph LaPalombara, catedrático emérito de la Universidad de Yale, donde también ha impartido Coller, se preguntó hace muchos años cuánto espectáculo estamos dispuestos a tolerar y dónde está el límite. Cuestión clave en la era del entretenimiento. Si tiramos por elevación, según Coller, un ‘animal político’ tiene vocación de servicio público, capacidad de conectar con las demandas de la sociedad, trasladarlas a la política, modularlas y moldearlas”. Para este profesor e investigador, uno de los dilemas de los partidos reside en sus propias “parroquias”. A su juicio, los militantes tienden a radicalizarse y “los líderes no quieren perder su apoyo porque son los que se movilizan”. Así que la capacidad de convencer a las propias huestes, explica este catedrático, es un gran activo de cara a negociar teniendo “en cuenta las perspectivas de los rivales” y poder llegar a “puntos intermedios”, lo que “garantiza una cierta estabilidad y sobre todo una perdurabilidad de las cosas”. El problema, añade, es que como reza el dicho, “dos no bailan si uno no quiere”. Así que “hay que tener planes B cuando uno de los jugadores veta una posibilidad”. Pongan los ejemplos que quieran, la renovación del Consejo General del Poder Judicial, o cualquier otro problema encallado, en Navarra o en otros puntos del Estado.

Un catedrático de Yale se preguntó sobre el límite del espectáculo político que estamos dispuestos a tolerar. Un colega suyo, Xavier Coller, lo replantea ahora

Los zascas pueden ser muy necesarios y hasta higiénicos pero los disparados a base de lanzagranadas acaban resultando destructivos, y más en este contexto de ansiedad. Como afirmaba el filósofo Guilles Lipovetsky el pasado martes en La Vanguardia, “hay inseguridad respecto al futuro. Hoy el progreso ya no es una idea triunfante. La gente piensa que mañana será peor, que sus hijos vivirán peor”. Ese derrumbe de expectativas requiere de posiciones sociales firmes. También de credibilidad e inteligencia, en todo el conjunto social, incluido el periodismo. Como afirmó en estas páginas otro filósofo, Daniel Innerarity, “mal está una sociedad si depende mucho de la fortuna de tener buenos gobernantes”. Defectos e inanidades se reparten en todos los estratos. No solo germinan en la política. Además, como señaló el propio Innerarity, “el peor enemigo de la crítica es la crítica mal realizada”. Convengamos entonces que la advertencia de Coller sobre la agresividad política nos concierne, y que demasiadas veces vamos con el dedo pegado al gatillo, cual pistoleros de reparto de spaghetti western. No se trata, por supuesto, ni de volvernos melifluos, ni de convertirse a la indiferencia. La apatía resulta devastadora en tiempos en los que tanto se vuelve a justificar la violencia. No hay consenso ni para denunciar lo más elemental, que asesinar a niños y niñas a mansalva es terrorismo y del peor, lo mande Netanyahu o el sursuncorda. Aquí es imposible desdramatizar, porque Palestina padece un drama absoluto. El de un genocidio en directo, que recibe apoyos y simpatías miserables