La abstención acecha una vez más la participación en las elecciones europeas. Es cierto que la no participación en los procesos electorales es una opción igualmente democrática y en muchos casos implica además un posicionamiento político crítico consciente.
Pero eso no puede ocultar que detrás de ese descenso de participación electoral hay un proceso de despolitización social que supone la pérdida de presencia de la ciudadanía en la actividad política y el auge de las vías populistas y demagógicas de extrema derecha y del neoliberalismo. De hecho, han sido las candidaturas derechistas y las de grupos euroescépticos y ultras quienes han salido reforzados en las últimas citas europeas. Aunque también se perfila hoy la recuperación de la socialdemocracia desde posiciones más progresistas, la consolidación de un voto alternativo con candidaturas verdes a la cabeza y la fortaleza de las listas de los territorios y naciones sin Estado. Democracia y partidos políticos no van necesariamente juntos. Europa exige más que una multiplicidad de oferta de partidos a los que votar el día de unas elecciones.
La apatía y el desinterés de la ciudadanía aumentan de manera continuada arrastrados por la imposición de un proyecto político europeo que se percibe asentado en la burocracia y la ineficacia. Una consecuencia más del adelgazamiento de la democracia por los intereses financieros particulares en este proceso de involución mercantilista a costa de los intereses colectivos. Europa ya no es una Unión social. Es un chiringuito sometido a los lobbies de las grandes corporaciones internacionales mineras, energéticas, militares, financieras, bancarias, farmacéuticas, agroalimentarias o de telecomunicaciones.
Y ahora también de las armamentísticas al calor del crecimiento de los discursos belicistas y de sus tambores de guerra en el Este frente a Rusia y China. Nadie ha visto la Europa de los ciudadanos, pero cada semana se toman decisiones contrarias a los intereses de la mayoría de los habitantes de la UE, alejadas de las demandas de las sociedades que la componen o enfrentadas a los valores originales del proyecto europeo en el ámbito de la democracia y de los derechos humanos. El proyecto europeo es o era otra cosa.
Sus valores han sido sustituidos por cientos de parlamentarios, ayudantes, asesores, miles de funcionarios, un gobierno europeo con decenas de comisarios y miles de millones de euros de coste anual cuya utilidad queda en entredicho. Por eso ahora junto a la inestabilidad económica y la incertidumbre geopolítica internacional cabalga cómodamente por toda Europa el lobo del viejo fantasma negro. Pero el lobo no va a llegar mañana al abrirse las urnas –incluso puede perder lo que cree ganado–, porque llegó hace tiempo y ha ido poco a poco comiéndose el sistema garantista del Estado de Bienestar. La socialización de las pérdidas de la especulación neolibera le ha dado la puntilla al trasladar ese endeudamiento privado al ámbito público e imponer recortes de derechos sociales, servicios públicos y pactos laborales para afrontar el ansia de acumular riqueza de unos pocos.
Hay otro modelo posible, pero pasa por echar marcha atrás en la sumisión de la política y la democracia a la economía y los poderes financieros. Por recuperar Europa frente a esta peligrosa Europa que puede venir.