¿Ustedes se enfurruñan? Yo sí y se lo cuento. En este momento estoy enfurruñada. Es una pasión, desde luego, porque me hace pasiva, la soporto, no la dirijo, me secuestra y me cambia el humor a un estado picajoso y con ganas de bronca. Lo que por norma general acarreo con más intención que energía pero pasablemente o por lo menos con sentimientos netos y por lo tanto manejables, no digo deseables, de vez en cuando se vuelve una melaza densa que, ya digo, me atrapa y me enfurruño, que no es lo mismo que enfadarse. Hay un matiz.

Esta última vez ha tenido de bueno que me ha aportado luz sobre el origen de este estado que vuelve cualquier movimiento y cualquier palabra triste, menor y prescindible. Creo que la clave es que la derrota está servida de antemano.

¿Era consciente el frutero encantador que el sábado a las dos menos cuarto aseguró que las pavías estaban deliciosas de que el domingo a las nueve de la mañana presentarían sendos hematomas o como leche se llamen las zonas donde se inicia la putrefacción de las piezas? ¿Qué hay que hacer? ¿Esperar al lunes a la tarde cuando no haya por donde cogerlas para enseñárselas o replegar con mansedumbre? ¿Era consciente quien ha dejado ropa húmeda sobre la silla de loneta de que se formaría una mancha de humedad en la tela y habrá que desmontar la silla y cuesta un rato? Intento relajarme en la ducha. ¿Era consciente el albañil que colocó la baldosa rota y remendada allí, en la línea del techo, de que yo no podía no descubrirla? ¿De que los días buenos me recordaría a Gaudí y los malos como este no? Intento consolarme pensando que pasará y que yo también la cago. Pero me cuesta.