“¡Me importa un cuerno!” Cuántas veces he oído esa exclamación. Y, sin embargo, los cuernos nos importan: nos disgusta que nos manden al cuerno, luchamos para que nuestros empeños no se vayan al cuerno, nos molesta si nos responden “¡Y un cuerno!”. O quizá los cuernos nos importen, efectivamente, un cuerno, porque lo que de verdad nos importa es, no nos equivoquemos, la velocidad que traen los cornúpetas.

Yo, cuando oigo hablar de cuernos, pienso inmediatamente en los vikingos, que eran muy bárbaros y llevaban un casco con dos cuernos. O así, al menos, los representaban muchas veces en las películas. Y pienso en Los vikingos y en su protagonista, Kirk Douglas. Cuando los vikingos regresaban de sus habituales incursiones de saqueo, el sonido de un cuerno gigante anunciaba su vuelta. Y, a continuación, todos lo celebraban en la aldea: había atracones, borracheras, sexo…, pero no corrían delante de una docena de cuernos.

En el encierro, los corredores quieren coger toro, quieren corren en los cuernos de un toro. Y muchos están muy atentos. Atentos a ver cuándo aparecen, cuándo vislumbran entre la muchedumbre los cuernos de los toros. Y aguardan con temple su llegada. Porque quieren estar en los mismos cuernos del toro, y escuchar sus resoplidos, y mancharse el pantalón de baba. Pero el problema son los cuernos: cada vez hay más corredores, los mansos arropan más a los toros y los cuernos salen muy muy caros.

También la luna tiene cuernos. Y damos importancia a personas y a cosas que no valen un mísero cuerno. Y nos ponemos a veces de cuernos. Y, para lograr ciertos objetivos, tenemos que rompernos los cuernos. Y hay situaciones que nos huelen o nos saben a cuerno quemado. Y hay gente que pone cuernos. O que sufre de cuernos. O que lleva una buena cornamenta. Aunque no lo sepa o le importe un cuerno.