Durante mis muchos años de actividad como profesor de Derecho en la Facultad de Derecho de Donostia, siempre que tuve la oportunidad, aconsejé a mis alumnos la lectura de El espíritu de las leyes de Montesquieu. La razón de esa recomendación era que, de entre las múltiples lecturas que iba realizando en el trascurrir de mi maduración intelectual, ningún texto fue capaz de superar su nivel de profundidad esencial en lo que respecta al Derecho como fenómeno social. Es por ello, por lo que siempre he considerado que El espíritu de las leyes de Montesquieu debería ser la auténtica biblia del jurista.

A decir verdad, también creo que la cuestión del merecimiento del alto honor de El espíritu de la leyes (para ser considerado el texto bíblico del jurista) debería ser compartida con el Segundo Discurso sobre el gobierno civil de John Locke. Desde que leí por primera vez El espíritu de las leyes en francés y, más tarde, en la versión española prologada por el profesor Tierno Galván, así como el Segundo Discurso sobre el gobierno civil de Locke al que accedí, en primer lugar, en la versión española en mi planificación anual de las horas de lectura, una importante cantidad de ellas las reservo para releerlas. 

A Charles de Secondat, barón de Montesquieu, se le relaciona, yo diría que casi siempre, con la división del poder soberano del Estado en tres poderes, a saber: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. En realidad, esta es una asignación incorrecta. Lo cierto es que, a finales del siglo XVII y durante la totalidad del siglo XVIII, la relación que se estableció entre la intelectualidad francesa e inglesa fue muy intensa. Los pensadores ingleses visitaban los salones de París narrando su experiencia y los filósofos franceses frecuentaban los círculos londinenses para comprobar los “inventos” políticos que se habían producido y estaban experimentando en la Gran Bretaña.

El laboratorio de experimentación política en el que se convirtió la Inglaterra y la Nueva Inglaterra americana hizo que los Williams, Coke, Milton, Harrington, Sidney, Tyrrell… hicieron posible a John Locke crear un nuevo modelo de Estado que superase el casi indestructible muro del absolutismo y causase fascinación y arrobamiento en la intelectualidad francesa que vivía bajo el yugo de los Luises (XIII, XIV y XV). 

Uno de los pensadores franceses que sintieron admiración desbordada por el milagro político inglés fue Montesquieu. No en vano, entre los años 1729 y 1731 residió en Londres, relacionándose con las élites de la sociedad inglesa y conoció en profundidad el modelo político creado por John Locke en el Segundo Discurso sobre el Gobierno civil y que plasmado en los Bills of Rights, tras la Revolución de 1688-89 se denominó Monarquía constitucional o Estado liberal. Montesquieu se convertiría en el intérprete y gran apóstol del modelo.

Montesquieu escribiría en El espíritu de las leyes refiriéndose al principio de la separación de poderes: “Por el poder legislativo se hacen las leyes para cierto tiempo o para siempre, y se corrige o deroga las que están hechas. Por el ejecutivo, se hace la paz o la guerra envía o recibe embajadores, establece la seguridad y previene las invasiones, Y, por el judicial castiga los crímenes o decide las contiendas de los particulares”.

Pocos párrafos han hecho verter, a los estudiosos de la ciencia política, tantos y tan caudalosos ríos de tinta como el párrafo que acabo de entrecomillar. La cuestión de la relación entre los tres poderes, su separación total, su interrelación, su razón de ser, sus funciones, sus límites…, acabó siendo resuelta a través de una teoría similar a la de la física del equilibrio constante. En el ámbito de la ciencia política, esa teoría que jamás dejó de ser una ficción, se versionó como “sistema de pesos y contrapesos”.

Y es que ese principio de la división de poderes que, en la teoría se presentó como neutro desde su origen, no lo era. En la genética del principio radicaba su pecado original y es que los derechos naturales de libertad, igualdad y propiedad privada no lo eran para todos, sino que eran sencillamente utilitarios para una clase social que ascendía en el escalafón social. Y no olvidemos que es sobre estos valores sometidos a consideraciones utilitarias sobre las que Locke construye su doctrina política que tiene como objetivo proporcionar un (Estado) soporte moral positivo para el desarrollo de la sociedad capitalista como sistema racional. Ese soporte debería reconocer cuotas importantes de poder a la clase burguesa ascendente en detrimento de la clase nobiliaria y, no digamos, del resto social menos favorecido que era mayoritario.

Pero debemos aceptar que, a pesar de su pecado original, la división de poderes como principio conformador del Estado liberal, ha tenido una larga y fructífera vida. ¡Pero no nos engañemos! Esa larga duración se debió no tanto al buen funcionamiento de este principio sino al propio modelo de Estado en su conjunto que, como dije, se creó para el desarrollo de un sistema y sirvió al sistema.

Hoy, el modelo de Estado liberal hace aguas por todas partes convirtiéndose en otra cosa (Estado neoliberal) al que ni tan siquiera le importan la libertad y la igualdad instrumentales originales. Despojado de sus funciones iniciales, apuesta por la seguridad no como valor sino materialización efectiva (control social) y apuntalamiento de una burguesía de élite (la hiperburguesía) incorporando todo el instrumental tecnológico y no tecnológico al alcance para poder pervivir y justificar su propia razón de ser.

Esta mutación tiene su efecto desnaturalizador sobre los tres poderes que tratan de hacer la guerra por su cuenta, pero de una manera especial afecta al poder judicial. Hoy, afirmaciones como que cuando una clase (casta, grupo…) se hace con el poder, no piensa, precisamente en abolirlo; o que el poder corrompe y…, el poder absoluto corrompe absolutamente, –demostradas ambas hasta la saciedad–, cobran actualidad. Y, especialmente, en un momento como el que vivimos, una de las tentaciones parecería ser la de incursionar en el Legislativo, “suplantar” al ejecutivo y convertirse en un D’Artagnan de nuestros tiempos “marshallizando” (politizando) su función. Lo estamos viendo con cierta frecuencia. ¿O es que la vista nos engaña?

Estimo que no estaría de más –deberíamos hacerlo con más frecuencia–, volver a los orígenes y escuchar a Locke, padre del modelo de Estado liberal: “Para la salvaguardia de la comunidad, no puede existir sino un poder supremo único, el legislativo, al que todos los demás se encuentran y deben estar subordinados, como tal poder legislativo es únicamente un poder al que se le ha dado el encargo de obrar para la consecución de determinadas finalidades. (…) Todo poder delegado (y el ejecutivo y el judicial lo son) con una misión determinada y una finalidad, se encuentra limitada por esta”.

Algunas actuaciones judiciales de los últimos tiempos no dejan de ser, cuando menos, pintorescas e incluso patéticas y poco o nada tienen que ver con lo que Locke estableció como modelo. No voy a hacer referencia a ninguna de ellas…, ¡están en la mente de todo el mundo! 

Y, en momentos como los actuales, con carácter urgente se debería, creo yo, comenzar por tratar de establecer una normativa clara para la discusión en aras de la solución de la profunda crisis que, en su conjunto, atraviesa el modelo de Estado y, por ende, la división de poderes y no esperar a que, la cuestión degenere en la búsqueda de una solución de “parcheo”, a través de una ingeniería constitucional frívola. 

Entretanto, y dado que lo que propongo no se va a hacer, ¡hay muchos intereses creados!, debería tenerse en cuenta simplemente, el título del libro de Montesquieu: El espíritu de las leyes. Y dado que las leyes tienen espíritu reconocer que, ese espíritu, en el modelo de estado liberal (que muchos lo llaman democrático) procede de la Voluntad del Pueblo representada por el Parlamento. Y esa voluntad se manifestó claramente (guste o no guste), por ejemplo, aprobando la ley de Amnistía. Lo demás son intereses creados.

*El autor es catedrático emérito de la UPV/EHU y autor de ‘Algunas claves para otra mundialización’