Han pasado 21 años desde que Vicente Verdú publicó El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción. Un libro editado por Anagrama cuya tesis poseía una destacada capacidad anticipatoria, pese a que el término que acuñó ha tenido mucho menos éxito que el de la modernidad líquida de Bauman.
“El capitalismo de ficción aspira esencialmente a gustar”, señalaba Verdú, y tiene ante todo como objetivo la producción de realidad más trivial o ficiticia, “más pueril, antitrágica y simple, expurgada de sentido y de destino, convertida en resguardo y en cultura de la distracción”. Verdú, fallecido en 2018, dejó esta idea que conviene recordar ahora, cuando algunos se precipitan a anunciar el fin del neoliberalismo.
Este escritor y periodista avisaba de la entronización de la seducción y el pasatiempo como ejes de un capitalismo que a principios de siglo parecía querer mostrar mayor sutileza y ergonomía. El autor destacaba la importancia que tomaba la teatralidad y las presencias joviales. “Ni siquiera las manifestaciones contra el hambre o la guerra de Irak debían ser completamente malhumoradas. La gente no las soportaría”, observaba Verdú, subrayando el poder de la infantilización, el deterioro de los ideales ilustrados, la sustitución de la crítica social por un 'conservadurismo compasivo', o la consolidación de una sociedad “hambrienta de impactos”.
Las tesis de Verdú eran previas al estallido de la crisis de 2008 y a la indignación subsiguiente. Los tiempos actuales son más descarnados. Los efectos de distintas turbulencias y de la actual ola reaccionaria no han sido inocuos. Verdú aseguraba que el capitalismo de ficción había “comprendido el rechazo al materialismo grosero”, si bien observaba el culto a las marcas, que ya para entonces trajinaban a fondo en nuestra psique.
Hoy más que de cool hunters se habla de influencers, youtubers o tiktokers, emisores con tronío en la nueva jungla de la comunicación. Las redes digitales han sido otro fenómeno clave posterior a este ensayo. Con internet aún incipiente, primó la fábula del ágora democratizadora y horizontal. Hoy las redes nos proporcionan eco y conocimientos, pero también un chorretón de impactos efímeros que nos birlan cada día la atención y nos colman de inanidad a base de ambrosías algorítimacas de consumo rápido.
Dos décadas después de que Verdú nos contase que el sistema tiene mucho de trilero, tanto simulacro puede habernos vuelto unos tahúres
En el imperio de la ficción y la liviandad, ni la política ni la información se sustraen precisamente a este desquiciante frenesí. De ahí que pululen los prestidigitadores de derechas y de izquierdas, las poesías de centro, las fantasías generacionales e intergeneracionales. Porque existen fingimientos nacionales o cosmopolitas, jacobinos o independentistas, monárquicos o republicanos. Hay quimeras comunitarias y sobre todo individualistas; hipocresías europeístas y atlantistas, relatos socorridos, argumentarios de goma, seguidismos acríticos y hasta malditas ficciones ante determinados terrores. Por no hablar de la filfa huidiza de quienes desconectan del periodismo, y en su fortín escapista se creen emancipados o paladines de algo.
En esta era del porfa, el gym, el reel o los likes, vivimos abreviando, clavados a nuestras pantallas, atajando y aparentando, pendientes de nuestros placebos. Pero la banalidad no lo aguanta todo. Con este nivel de incertidumbre la desconfianza se agolpa como una enorme joroba. O se aborda y se pondera, o se sublimará. Como constató en su día Verdú, el sistema tiene mucho de “trilero”. Lo más inquietante, con tanto simulacro en vena, es que este jodido capitalismo nos esté volviendo unos trileros a nosotros mismos, tahúres en autoengaños, adictos al espectáculo y las apariencias.