De vez en cuando me cruzo por la calle con Adolfo Villoslada. Me hace el mismo efecto que si de golpe me leyese varios miles de documentos, viese 10 o 12 películas o escuchase cientos de testimonios. Me basta verle y recordar su imagen en la puerta de su casa tras ser liberado por ETA para recordar qué pasaba y para no olvidarme de recordar. No me hace falta por tanto que venga una paracaidista como Díaz Ayuso a seguir haciendo sangre con las víctimas de ETA, soltando la estupidez esta de que ETA más fuerte que nunca, para recordarme que ETA por suerte ya no existe, aunque sí que existen las víctimas y la señora Ayuso igual se cruza algún día con una que le meta una bofetada por querer comparar la paz de hoy con el horror de ayer. En aquella cara de Villoslada, en aquella mueca de cansancio y molestia y vacío, se condensa perfectamente mi visión de lo que supone una condena: la de tener que estar retenido contra tu voluntad por una banda de iluminados asesinos, aquellos que formaban parte de esa organización de la que un escritor en estas mismas páginas dijo que habían tenido claros y oscuros. Y, de la misma manera, se condensa la idea que tengo de la justicia, que no es otra que de la cumplir íntegramente las penas con las excepciones que considere la justicia y, por supuesto, me da igual que se cumplan en Lyon que en Pamplona. Quitarle a nadie –con razón o sin ella– días de su vida es un hecho lo suficientemente serio como para que un preso etarra no tenga por qué cumplir más años de los que le tocan por el simple hecho de que parte de ellos los cumpliera fuera de España. La falta de libertad es falta de libertad, aquí o donde sea. Así que este debate poco o nada tiene de serio, más allá de que la derecha, como es habitual, utiliza a las victimas para sacar tajada, queriendo redefinir contra la ley el concepto de justicia y además tarde y mal.