No hay acontecimiento que la Casa Real española pase por alto si piensa que va a sacar tajada en cuestión de imagen. Y los desastres siempre han sido un filón. Ante ellos, viste al Borbón con el outfit indicado para la ocasión y le recomienda lo que tiene que decir para que luego él se encargue de trasladarlo poniendo cara y voz de compungido, algo que en absoluto le resulta complicado, porque lo que se dice gracejo no tiene. En Valencia, sin embargo, le salió el tiro por la culata.
Después de haberse dejado ver con una camisa de militar horas después de la riada, el rey pensó que este domingo era el idóneo para desplazarse junto a su esposa –esta vez ataviado con una indumentaria informal–, a la zona cero, donde hizo una quedada con Pedro Sánchez y Mazón. Ya solo por el despliegue de seguridad que conllevan estas visitas, su presencia suponía un estorbo y una provocación para un vecindario que lo que necesita es gente que colabore en la limpieza. Se daban, por lo tanto, todos los condicionantes para que el personal expresara su indignación, que no tardó en hacerlo arrojando barro a la comitiva. Los presidentes del Gobierno y de la Comunidad Valenciana tomaron nota de lo que estaba pasando y se largaron. Sin embargo, Felipe aguantó como pudo las iras del personal. Habrá quienes consideren que en su comportamiento había valentía y empatía.
Pero desde luego lo que quedó de manifiesto es que su visita a Paiporta para promocionar la Corona no podía ser más inoportuna, y perseverar en el error de quedarse contra viento y marea es un acto de pura arrogancia.