Ha pasado un mes desde el diluvio. Desde que la gota desbordó el vaso, el agua buscó cauces por donde escapar y despertó de su letargo a las fuerzas de la naturaleza, ese ejército encarnizado y devastador. El barro pegado al suelo, a los techos y a la piel es el rastro que deja a su paso. Parece mentira pero treinta días después las palas, los gruesos cepillos y las mangueras siguen arañando la costra. A ritmo muy lento, la tierra se repone antes que los ánimos.
Rostros agotados imploran el mismo mensaje: “¡no nos olviden!” El olvido es la secuela que sigue a la catástrofe, un agente externo que deja enquistadas las aguas en la memoria como la punta de una astilla en un dedo infectado. Esa llamada de auxilio al futuro no es un miedo infundado, tiene que ver con lo sucedido tras el terremoto de Lorca o la erupción del volcán de La Palma, con las promesas de ayudas que luego tardan en llegar y que impedirán que muchas personas recuperen lo que fue su vida o ni siquiera tengan oportunidad de comenzar de cero.
Ya está pasando con la localidad albaceteña de Letur. Valencia sufrirá el olvido como lo sufren conflictos bélicos enquistados en el planeta o las hambrunas en África, los pueblos exterminados o las agresiones que cambian el clima. El ser humano olvida, pero la naturaleza no.