Dos imágenes confluyen en mi cerebro. Distantes en el tiempo y en la geografía. Incomparables en los calibres de los respectivos poderes implicados. Coincidentes en su sustrato metafórico. Hace unas semanas, una obispa de la Iglesia Episcopal (cristiana) estadounidense se dirigió al presidente Trump en un oficio religioso celebrado en la catedral de Washington. Los términos de su intervención provocaron un furor contenido en el semblante del mandatario. La obispa, serena y clara, abogó por la defensa de los más débiles ante los expeditivos propósitos presidenciales con determinados colectivos.
Un mandamiento básico de esta confesión, con décadas de igualdad de género en su seno. Hace más de cinco, en pleno tardofranquismo, el cinturón industrial de Pamplona era un polvorín de reivindicaciones laborales y salariales. Un conflicto detonaba la solidaridad de clase: paros, manifestaciones, encierros. Huelgas generales. En 1975, el conflicto en Potasas de Navarra suscitó la solidaridad de unos 20.000 trabajadores de más de 50 empresas importantes, con extensión a comercios y oficinas. La represión policial era severa. Los llamados curas obreros sumaron sus voces desde púlpitos, altares y asambleas.
Mi actividad profesional me deparó la presencia imprevista en un encuentro infrecuente: despacho del Gobernador Civil (actual edificio de la Delegación del Gobierno), reunión del entonces llamado “poncio” y del Arzobispo de Pamplona. La corpulencia del gobernador Ruiz de Gordoa (1972-76) contrastaba con la figura menuda de monseñor José Méndez Asensio (1971-78). También confrontaban actitudes y sensibilidades. El prelado intercedió por detenidos y sancionados y pidió respeto para edificios de la Iglesia refugio ocasional de huelguistas. Méndez dejó en la diócesis impronta de espiritualidad, humildad y sencillez. Inquietud sindical: riesgo de desmantelamiento de industrias. Ya no nos reconocemos en aquella sociedad. Luchadora y solidaria.