Entra David Beckham a una sala ante doscientas personas, se limita a sonreír a izquierda y derecha, hacer ver que se va a abrochar el botón de la americana para terminar no abrochándoselo y ya estaría. No sería necesario nada más. Podría marcharse entre aplausos como había llegado veinte segundos antes. Podría habernos pedido que nos tirásemos por el puente de Waterloo de uno en uno a 6 grados centígrados y calzados con unas Dr. Martens y habríamos corrido para coger sitio en la fila.

Podría haber afirmado que acababa de inyectar un gas tóxico con olor a perro mojado en los conductos de ventilación de la sala y no habríamos alzado el glúteo un milímetro de nuestras butacas. Podría haber asegurado que su dieta se basa en alternar donuts, butifarras y torreznos y le habríamos creído. Este es el efecto incuestionable que genera concentrar belleza, encanto, cuerpo, estilo, virilidad y capacidad de seducción en la misma persona. Cabrá la posibilidad de analizar, ponderar y redefinir cada sustantivo de esta frase, no es mi tipo, será un aburrido, a mí me gustan menos guapos. No digo que no.

Pero cuando Beckam subió al escenario en una sesión del MIP London este martes… En fin. Habríamos dicho sí a todo. Puente, gas y torreznos. Él sabe que es su mejor producto y ha alcanzado la excelencia vendiéndose. Dosifica actitud, sonrisas, miradas y chistes, es un estratega. “Estuve mes y medio preparándome para la publicidad de calzoncillos de Boss. Tengo ya 49”. Las amigas de su madre haciendo zoom en las fotos, nos contó. Este mercado audiovisual internacional le regaló una entrevista de 45 minutos. Quizá porque suma y multiplica deporte, entretenimiento y negocios. Porque ganó un Emmy con la docuserie de Netflix sobre su vida que vimos 50 millones de personas. Porque su productora va a rodar una serie sobre su mujer, Victoria. De 45 minutos nos sobraron 30. Pero también es cierto que el ex chaval de barrio cae bien. Nos lo habríamos llevado de vinos. Como poco.