Apareció hecha una niña dentro de un cuerpo de niña de 56 años, o de cualquier otra cifra aleatoria porque es la energía que emana de las personas, nuestro modo de gesticular al hablar, el fuego y la curiosidad en la mirada o su ausencia, y la manera de caminar y vestirnos la que nos coloca en una cifra u otra.

Llevaba una melena japonesa, negra y brillante, con un flequillo marcado con tiralíneas sobre las cejas. Seguía manteniendo sus ojos chiquitos como pulgas saltarinas incapaces de estar quietas, como si vivieran presas de una curiosidad y una necesidad de hacer y probar cosas en perpetua regeneración. Sobre la cabeza, un sombrerito de punto tejido rígido con media copa y el ala vuelta hacia arriba, una versión indie del pork pie de Buster Keaton, de ciertos saxofonistas de jazz, de algunos tatuadores.

Más habitual en hombres que en mujeres. Pensé al verla que los sombreros lo transforman todo, todo lo que ocurre bajo su ala. Trasladan el discurso narrativo y estético de la persona que los lleva a otro lugar.

Puede que ocurra al contrario, puede que sea el sombrero el que lleva debajo a una persona. En este caso a alguien travieso –en su sentido más inocuo y puro–, una adolescente eterna moldeada en conciertos en el barrio londinense de Brixton, en salas tokyotas de madrugada, en subsuelos de ciudades pequeñas donde es posible coger un micro y subirse al escenario con amigas que cantan y hacerlo en coreografías sincronizadas bajo pelucas retro y un nombre inventado que podría ser The Brunettes, o The Long Lasting Babes o The Girls Are Back. Algo fresco, apetecible y ligero.

Compartió con honestidad el viaje de vuelta tras perder a su pareja cómplice. Viuda es una palabra de plomo, aplasta conversaciones, así que nadie la usa. Y dijo que no podía parar de asistir a conciertos, descubrir artistas y lugares, que le costaba dormir de pura energía, “como los niños cuando se pasan de vueltas”. Me encantó que lo contara, y que lo hiciera así.