Leo que en Bruselas el 88% de los menores de 20 años es de origen extranjero y que la mitad de la población no habla en casa ninguno de los dos idiomas oficiales. Tal vez a usted la noticia le parezca falsa o, asumiéndola, muy guay. Al menos convendremos en considerarla significativa, aun si se trata de una exageración y en verdad no llega a tanto. Dado que en la capital belga están las principales instituciones europeas, el asunto rezuma simbolismo. Y en la práctica se las trae. Llámele si prefiere reto estimulante. La cuestión es qué estimula. Allí y aquí. En las sedes de los partidos y en los patios de las escuelas. En los barrios, piscinas y parques.
Hay una izquierda que no ve en ello ningún motivo de preocupación, como si los cambios culturales y religiosos no afectaran a la vida común, y en especial a la femenina y homosexual. También hay una derecha que, mientras chute la economía, no atisba riesgo para la identidad y los valores locales. Ánimo, pues, con la cuadratura del círculo. Y con las ilusiones políticas, lingüísticas y sociales. No son ellos, que vienen a sudar y saldrán adelante. Somos nosotros, que seguimos soñando en lo alto del guindo.
Tanto nacionalismo, muy comprensible, para preservar lo propio. Tanto progresismo, muy necesario, para defender las libertades. Incluso tanto equilibrismo por aunar ambas luchas. Y tantísima ceguera para no ver lo obvio, repensar y repensarse. Pregunten a ese porcentaje por el conflicto entre flamencos y valones, la Europa de los pueblos, la división en el feminismo, la importancia del laicismo o el género fluido. Mi duda es si la respuesta mayoritaria será una carcajada, un signo de interrogación o un escupitajo. Suerte.