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Dado que la sustancia nuclear de El jockey, lo que le confiere su singularidad, gira en torno al tema de la identidad, habrá que exponer que solamente desde esa quimera argentina de psicoanálisis y mate es posible crear un filme como éste. Solo un pibe sin freno puede bailar tan agarrado a Kaurismäki como mostrarse transido por Lynch. Cierto que él se encomienda a Chaplin, pero no lo es menos que en su caminar se acerca sin querer al Audiard de Emilia Pérez. Además, al tiempo que parece conmovido con el Fassbinder de los desgarros, no duda en mostrar su fervor hacia el Tarkovski de la espiritualidad.
Y todo esto se ejecuta sin que a Luis Ortega (Buenos Aires, 1980), (recuerden El ángel, 2018) le importe mostrarse como un monstruo de Frankenstein configurado por piezas de naturaleza muy diversa, antagónica y reconocible. Poseedor de un universo irrepetible, a Luis Ortega todo eso le importa nada porque se siente arrebatado por su propia introspección.
El Jockey
Dirección: Luis Ortega.
Guion: Luis Ortega, Fabián Casas y Rodolfo Palacios.
Intérpretes: Nahuel Pérez Biscayart, Úrsula Corberó, Daniel Giménez Cacho y Mariana Di Girolamo.
País: Argentina. 2024.
Duración: 97minutos.
Cita a muchos para desdibujar su propio yo, pero quien analice sus películas encontrará, en la sucesión de todas ellas, una coherencia honda de rigor y unidad. El jockey, en palabras de su director y coguionista, Luis Ortega, nació de la perplejidad y extrañamiento de conocer a un vagabundo de Sebastopol perdido en la tierra del tango. Aquel transeúnte desconocido que iba de farmacia en farmacia para comprobar su peso, para errar perdido de báscula en báscula, así lo contaba Luis Ortega en su presentación de El jockey en Venecia, le transmitió un desconcertante acertijo sobre el que galopa este jockey. Como si fuera una prolongación de Carretera perdida, Ortega cuenta que aquel ruso errabundo le dijo: «Peso cero en todas las balanzas. No existo, pero me están siguiendo».
Esas mismas palabras se hacen verbo en El jockey, puestas en la boca de Nahuel Pérez Biscayart , un actor capaz de convertirse de aborrecible en adorable a golpe de rímel, con un trémulo parpadear. Transparente en su zozobra, tras un denso discurso, pocos cineastas se desnudan tan humildemente como Ortega lo hace porque, efectivamente, El jockey responde y escenifica esa pregunta existencial entre una vida fugaz, de extrema levedad, y la presión kafkiana de una vigilancia sin fin. El estado de ánimo de El jockey, el desfile de personajes, el disfraz de thriller de alma negra y corazón romántico, componen un texto inquietante. No es cuestión de agradar, que no lo hace, sino de llegar a donde apenas llega nadie.