El asunto no es que Ayuso oiga hablar en euskera en un acto oficial, algo perfectamente permitido, y se marche, sino que se marcha porque le votan precisamente porque muchos y muchas de las y de los que le votan harían lo propio en situaciones así. Ayuso no actúa como una lunática –aunque en ocasiones lo parezca– que funciona por libre, sino que es la punta visible del iceberg de una manera de ser y de estar en el mundo y en España que tiene millones de adeptos en España y millones de adeptos en Madrid. Y esa manera de ser y de estar pasa por minusvalorar, menospreciar y tratar de ningunear a cualquier lengua que no sea el castellano, ya sea el catalán, el euskera, el gallego o el asturiano.
A muchas personas les molestan los idiomas. Les provocan sarpullido e indefectiblemente te sacan la frase de si los dos sabemos castellano porque no me hablas en castellano, como si tener que ponerse unos auriculares y disponer de una traducción fuese rebajarse ante unos bárbaros que hablan así solo para joder. Pues no. Se habla así en primer lugar porque es un derecho, en segundo porque es una manera de visibilizar lenguas en peligro permanente de exclusión y de extinción en muchos lugares y, en tercer lugar de una lista que es más larga, por compromiso cultural con la zona en la que se hablan esos idiomas.
El idioma es un bien cultural de un valor incalculable, algo que debería hacer sentir orgulloso a quienes los denostan, pero que históricamente o al menos desde el franquismo ha sido tratado vilmente por buena parte del centralismo social e institucional. Ayuso no se va o se deja de ir o habla de provincianismo porque sea una excepción, sino porque en el hábitat en el que ella se ha criado y movido y en el que se mueven millones de personas es lo que se ha promovido, jaleado y aplaudido. Aplauden la ignorancia como un bien en sí mismo del que sacar réditos. En su caso, lo es.