Si te ofrecen una ganga, tienes que desconfiar. Lo sabes. Pero a veces se te olvida, claro. Hay timos que son de risa, dice el viejo inspector que ha visto mucho. El locutor le enjabona un poco: Usted habrá visto de todo, le dice. Y entonces el hombre se pone estupendo y suelta: Parece que estén deseando que les timen, qué gracia. Y esa es la cuestión. Porque la vida, ya sabemos cómo es. La gente se aferra a lo que sea. ¿Quién no se aferra a sus simples y ajadas convicciones? Todos lo hacemos, Lutxo.
Sin tus convicciones no eres tú. Las convicciones son como las arrugas. Las llevas puestas. No se van. En todo caso, aumentan, le digo. Y dice: Mientras no sean cancerígenas. Pero a lo mejor lo son. Con las convicciones pasa como con todo lo demás. El sentido de la vida es azar y caducidad. Nacemos por azar y luego, un día, caducamos. Y mientras tanto, queremos ser felices. Queremos hacer realidad nuestros sueños. A mí, por ejemplo, me gusta hacer girar los hielos dentro del vaso. Puedo estar más de un minuto haciéndolo. Sin darme cuenta. Las cosas más deliciosas las haces sin darte cuenta. Eso sí, a mí me encanta el ruido de los hielos en el vaso, a cualquier hora. Pero yo estaba hablando de las malditas convicciones, creo, y no me gustaría perder el hilo.
Lo que digo es que las convicciones, las tuyas, las mías, las convicciones a las que nos aferramos porque sin ellas, como si nos quitaran las arrugas de la cara, no nos reconoceríamos ni a nosotros mismos, como les pasa a las actrices que se operan mucho, las pobres, lo que digo es que seguramente son un timo. Tus convicciones son un timo. Y las mías, otro. Nos han timado. Pero da igual. Además, ya lo sabíamos. O lo sospechábamos. En el fondo, eso es lo de menos. Lo importante es aferrarse. A algo. La cuestión es que te tienes que aferrar a algo. Aunque sea un timo.