Gaza es la última vergüenza de la humanidad, pero la gente está eufórica. Como nunca. El otro día, a la altura del mercadillo de Barañain, la gente iba y venía cargada de bolsas, reía, intercambiaba impresiones sin prisa alguna y anunciaba sus destinos vacacionales. Algunos caminaban en chancletas y ya lucían bronceado. Algo más tarde, en la zona de bares de esa Pamplona remilgada de la avda. Bayona, las terrazas estaban llenas y las mesas relucían con raciones de gambas a la plancha y fritos de croqueta. La gente miraba al cielo buscando el sol del verano mientras se llevaba un vermú al gaznate. Todo parecía indicar que la redención del dolor, la enfermedad, el trabajo o la violencia diaria, se obtenía en aquellos altares llenos de cervezas. Seguí caminando hacia el corazón de la ciudad y el jolgorio iba en aumento. A la altura de la Ciudadela, grupos de jóvenes de todos los colores jugaban, corrían, reían o se abrazaban tras una explosión en sus corazones imposible de explicar si no tienes 15 años. Jubilados dorados llenaban los bancos y miraban al infinito cercano mientras el olor de la hierba recién cortada confirmaba que vivían en la ciudad más saludable de Europa. Ya en el centro de la ciudad, la actividad era incesante. El centro parecía una verbena, aunque aún era mediodía. Los bares y las terrazas dominaban el espacio público y todo giraba a su alrededor. Parecía que en aquella ciudad nadie curraba. Tampoco que allí vivieran 30.000 pobres. Tan solo una manifestación de pensionistas frente al ayuntamiento recordaba que una sociedad necesita que alguien eche agua al vino para rebajar la euforia. Más allá de eso, todo parecía indicar que la gente solo quería vivir una eterna sesión vermú.

A aquella altura del día sonó la dimisión de un político navarro y corrupto. Dicen que la presidenta lloró. Pero por suerte, como dice Tallón, alguien pinchará un rock and roll para amenizar el desastre.