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88 a la hora

Hemos conocido en los pasados meses el cierre abrupto en todo el mundo de programas de primera asistencia

88 a la horaPEXELS

Es públicamente conocido que el Gobierno de los Estados Unidos de América ha desmantelado los departamentos que gestionaban la aportación de su país a la solidaridad internacional (la mal llamada “ayuda” internacional). Despidió a miles de funcionarios y empleados de la agencia USAID, entre otras. No los necesitaba, pues quería parar de forma inmediata sus aportaciones. Así lo hizo, enviando el 24 de enero pasado cartas de menos de una página a miles de organizaciones, como el Servicio Jesuita a los Refugiados –SJR– en el que trabajo, para que detuviésemos de forma inmediata todas las actividades financiadas desde sus presupuestos.

La administración norteamericana no ha sido históricamente generosa en términos de ayuda exterior. En 2023, ocupó el puesto 25 entre los países donantes, con un 0,24% de su PIB (nivel parecido al de España), pero muy lejos del 1,09% de Noruega, el 0,89% de Alemania o el 0,48% de Francia. Sin embargo, el tamaño de su economía hacía que fuera el primer donante en términos absolutos con 64.700 millones de dólares en ese mismo año. Para poner las cifras en contexto, la aportación estadounidense suponía un 0,1% de su presupuesto federal. Como todos podemos entender, eran 200 veces menos que el ya tristemente famoso 5% del PIB a destinar a Defensa. Siendo mínimo para la economía de ese país, suponía el 40% del total del sistema de ayuda internacional, que adolecía sistémicamente de falta de recursos, como nos vienen recordando las diversas agencias de Naciones Unidas, como Acnur, Unicef, OCHA, WFP…

De acuerdo con las cifras que ofrece Caritas Internacional, Francia, Países Bajos, Suiza, Alemania y el Reino Unido también han recortado su ayuda internacional en 2.000, 2.400, 133, 1.900 y 6.000 millones de dólares, respectivamente, lo que supone otros 12.500 millones de dólares menos disponibles para los mil millones de personas más pobres del mundo. Por tanto, el ya exiguo presupuesto de ayuda internacional se ha reducido en casi el 50% en seis meses.

Las agencias de Naciones Unidas son las primeras damnificadas por los recortes, pues una parte muy sustancial del sistema de ayuda internacional se ha gestionado a través de ellas. Por buenas razones. La arquitectura multilateral emergida tras la Segunda Guerra Mundial aspiraba a dar un marco de protección legal y desarrollo globales para la humanidad en su conjunto, ejerciendo de muro de contención para conflictos, violencia y muerte.

Esa tarea ha fracasado. Las guerras parecen estar a la orden del día y, no solo eso, parecen ser la solución transaccional para las relaciones internacionales. Trump, Putin, Netanyahu, Jamenei… no parecen entender otro lenguaje. Naciones Unidas no pudo consolidar un verdadero sistema global, al no atraer de forma definitiva el compromiso de las potencias emergentes de Asia y, últimamente, contemplar las deserciones de las potencias que la desplegaron, Estados Unidos y Europa, principalmente, en medio de sucesivas olas de miedo y odio al diferente y al extranjero, y creciente auto referencialidad y egoísmo colectivos. No es casual que los recortes de financiación que hemos vivido y seguimos viviendo vengan acompañados de una campaña feroz de desprestigio de estas agencias, capitaneada por la administración Trump, ante la tibieza generalizada de los liderazgos de Europa, que en vez de promover una narrativa alternativa basada en la solidaridad y la búsqueda de la paz retroalimentan, activa o pasivamente, la espiral viciosa del miedo, el egoísmo y el aislamiento.

El hecho es que hemos conocido en los pasados meses el cierre abrupto en todo el mundo de programas de primera asistencia (alimentaria, médica y de refugio), así como otros programas algo más sofisticados (educación, asistencia psicosocial o generación de medios de vida) que, a lo largo de décadas de paciente incidencia de ONG y movimientos sociales, se iban consolidando como derechos de las poblaciones más desfavorecidas, impactadas por el hambre, la guerra y la falta de medios y protección.

SJR no ha podido seguir suministrando raciones de comida en los albergues para migrantes en Ecuador, no ha podido continuar impartiendo las clases de miles de niños y niñas de origen sudanés en los campos de refugiados del este de Chad, ha debido detener las sesiones de apoyo psicológico y atención psiquiátrica –incluida la medicación– para las personas desplazadas en el Kurdistán iraquí, y los programas de acompañamiento e integración de personas que huyen de la guerra civil de Myanmar en Bangkok o el estado de Mizuram y Manipur India… Hemos acudido a socios, donantes y amigos y amigas para poder seguir en la tarea de acompañar, en otra medida, contando con la paciencia histórica y la creatividad de todas estas personas, la labor de construir humanidad compartida. Gracias a todos los que han respondido a nuestra llamada y de tantas otras organizaciones.

La web Impactcounter.com, creada al efecto, cuenta a final de junio 363.528 muertes directamente vinculadas a la abrupta parada de los programas de ayuda internacional. Casi 250.000 son menores de edad. Son 88 muertes a la hora. 88 personas muertas cada hora y antes de tiempo. Muertas por la indiferencia. Por la violencia estructural que se ejerce sin armas, desde la falta de reconocimiento de su humanidad.

Apelar a la humanidad compartida no es buenismo. Es la escucha del grito de la humanidad herida, que apela a nuestra condición compartida de seres humanos vulnerables, llamados a vivir en una sociedad que no conozca fronteras. Clama por una arquitectura global que defienda el derecho a simplemente vivir, para después poder reconocer la dignidad humana de una vida en libertad. ¿Quién se apunta a esta tarea?

El autor es director adjunto del Servicio Jesuita a las Personas Refugiadas –SJR– y colaborador de Arizmendiarrieta Kristau Fundazioa