Iba a escribir sobre la vuelta al cole en Laufursborg. Existe una guardería en el corazón de Reikiavik rodeada de árboles y brumas islandesas en la que niñas y niños pasan casi todo el día separados. A ellas se les enseña a ser valientes y sin complejos. Levantan cortes de troncos y los lanzan todo lo lejos que pueden mientras un entrenador las jalea y las anima a gritar que son fuertes. Y las niñas de cuatro años, mejillas rosadas y trenzas de ninfa nórdica braman con una fiereza y un ceño fruncido que las transforman en estibadoras marsellesas. A los niños se les anima a hacerse unos a otros masajes y mimos, a peinarse… Les ayudan a conectar con su faceta cuidadora, con la sensibilidad y, vamos a decirlo, con la dulzura. Verlos y verlas en acción tiene algo de epifanía. Abre una puerta liberadora a desarrollar su personalidad, a que se sientan cómodos sin la losa de los estereotipos de género. Me parece una manera de educar tan revolucionaria como lógica, tan cargada de sentido común que me hace pensar cómo es que no se nos ha ocurrido antes.
Iba a escribir sobre la felicidad que puede generar este hallazgo. Pero se me han cruzado por delante otros niños. Los que no tienen colegio al que asistir, ni casa de la que salir, ni almuerzo que llevar ni desayuno que tomar. El horror infantil en Gaza se ha radicalizado de una manera tan terrorífica este verano que no podemos pensar en otra cosa. Mientras el gobierno de Israel los mata de hambre, mientras todo el planeta asistimos a un genocidio inmoral y vergonzoso, el ministro de Finanzas israelí comunica satisfecho que las ruinas de Gaza, polvo y cadáveres, son una mina de oro inmobiliaria que se va a repartir con Estados Unidos. Y la presidenta de la Comunidad de Madrid dice que contar esto en la escuela es adoctrinar. Ayuso, ¿cómo no vamos explicar a nuestros hijos que este es el mayor crimen internacional en lo que llevamos de siglo?