En el sitio al que fui de vacaciones, a apenas cinco horas y media de casa, no vi una camiseta de Osasuna, ni de la Real, ni del Athletic, ni de Madrid, ni de Barcelona, ni de ninguno, ni siquiera del lugar en el que me encontraba. No sé qué pasaba, si había fuerzas extraterrestres que robaban de noche las casacas de las maletas de los turistas o qué, pero el tema es que me sentí como en los 80 o los primeros 90, antes de que llegara –especialmente en los 2000 y desde hace una década de manera casi invasiva– esto de ir con la camiseta de tu equipo de fútbol vayas donde vayas. No es que tenga yo nada contra el fútbol –tampoco vi camisetas de la NBA o de rugby. ¿A ver si fui a una comuna gigante o una secta y no enteré?–, pero sí que me resultó un total alivio para la vista intuir que por allá no había mucha gente de la zona de por donde yo venía, porque supongo que para eso son las vacaciones: para dejar atrás el lugar del que vienes y todo lo que eso supone, incluidas tus manías, ritos, rutinas y hasta gustos y querencias. Pues en aquel lugar lo conseguí como nunca en los últimos años.

No ver camisetas de equipos es algo ya casi imposible, puesto que al parecer la satisfacción de ser de un equipo es aún mayor si vas mostrando a los demás que efectivamente eres de ese equipo, algo ante lo que nada tengo que objetar, más allá de que ver a señores hechos y derechos con la camiseta de Lamine o de Dembelé pues a mí personalmente hace que me entre medio risa. Dembele y Lamine, por cierto, que el otro día en la gala del Balón de Oro en el que quedaron primero y segundo leí que llevaban el primero un reloj valorado en 450.000 euros y el segundo uno que costaba 150.000. Ya, ya imagino que son contratos publicitarios y estas cosas, pero cierta vergüencita sí que da enterarse. En total, que en ese destino turístico lo deberían vender como reclamo: ¡no hay camisetas de fútbol!