Damos por concluido el verano y nos metemos de lleno en el otoño, aunque ahora las estaciones ya no son lo que eran y anda todo un poco del revés. Algo que también pasa en todo lo que nos toca, no solamente la meteorología o el clima. De estos meses nos queda, al menos, una creciente ola de indignación pública ante la masacre en Gaza, que a pesar de la tibieza de las políticas y los países con ese poderoso e influyente estado genocida, se ha instalado entre nosotros, en las banderas y las demostraciones de apoyo al pueblo palestino.
Y aunque no sea suficiente para parar la barbarie, menos las otras barbaries, los lugares de guerra y desahucio de los pobres, donde las fronteras, donde la penuria, donde la ignominia, es de repente una flor que ha aparecido entre la basura. Y debemos aprovecharla porque tampoco está claro que nos queden muchas otras oportunidades antes de que nos lapiden en nombre del orden y del progreso y acaben con las libertades que tanto costó conquistar.
Hay quien ve en estos brotes el anuncio del fin, del pueblo que ya está casi cautivo y desarmado frente a la oligarquía, ese siglo XXI que parece que va a ser de la involución y el odio. Como hoy comienzo con mi columna semanal, quiero verlo por el contrario como una señal de que el andamio del ultracapitalismo está cediendo. Quizá nos caiga encima, por eso conviene renunciar a él y ponernos a resguardo; mantener los espacios seguros, de libertades y de solidaridad y dejar de darles alas a los promotores del odio, a los vendedores de ese supuesto bienestar que no es más que engaño y entrega de nuestras libertades. Al renunciar nos declaramos diferentes, no entramos a su cruel juego, no toleramos que perviertan el sistema a su favor, como vienen haciendo de manera tan impune en estos tiempos.