El Congreso de los Diputados ha cerrado esta semana la puerta al debate sobre la protección cultural de las corridas de toros. La Iniciativa Legislativa Popular que buscaba retirar a la tauromaquia el estatus de patrimonio cultural –reconocido por la Ley 18/2013– no logró prosperar.
Con los votos en contra del Partido Popular y Vox, y la abstención clave del PSOE, que no ha querido abrir un melón cuya discusión puede tener consecuencias políticas indeseadas, la propuesta no pudo avanzar pese a las casi 700.000 firmas ciudadanas que respaldaban su tramitación. El resultado ha reabierto un viejo debate: ¿debe seguir considerándose la tauromaquia parte esencial de la cultura, o ha llegado el momento de revisarla desde la sensibilidad ética del siglo XXI? La Ley 18/2013 consagra la tauromaquia como patrimonio cultural inmaterial de todo el Estado, impidiendo de facto su prohibición autonómica.
Esta norma, impulsada hace más de una década por el PP en respuesta a la prohibición de las corridas en Catalunya, posteriormente anulada por el Tribunal Constitucional, se aprobó con el argumento de proteger una tradición con siglos de historia y un indudable peso artístico y económico en determinadas comunidades. Sin embargo, el contexto social actual es distinto: la preocupación por el bienestar animal se ha convertido en un valor central de la ciudadanía, y los toros de lidia, excluidos expresamente de la Ley de Bienestar Animal, representan una excepción difícil de justificar a ojos de una mayoría creciente. El debate, lejos de ser simple, enfrenta dos visiones contrapuestas que es imposible que lleguen nunca a un punto intermedio.
Por un lado, los defensores de la tauromaquia sostienen que se trata de una expresión artística y cultural única, una manifestación que forma parte de una identidad y que genera empleo y actividad económica en el medio rural. Argumentan que eliminarla supondría empobrecer la diversidad cultural y borrar un legado histórico. Por otro, sus detractores consideran que ningún arte puede basarse en el sufrimiento de un ser vivo, y que el progreso moral de una sociedad se mide también por su capacidad para rechazar la crueldad, aunque esté revestida de tradición. El cierre del debate parlamentario no pone fin a la cuestión. Probablemente, el futuro de los toros no se decidirá en los escaños, sino en las plazas, en la afición –o la falta de ella– del público.