Mis primeras ideas sobre Franco partieron de un doble imaginario. El primero, el de reírnos de su culo lavado con Ariel. Aquella tontuna infantil, con alusión machista incluida, encerraba una enseñanza poderosa: los txikis, desmemoriados por naturaleza, carecen del miedo de los adultos.
Franco pasó tras su muerte a ser objeto de mofa de la chiquillería, y para más inri bajo los acordes del himno español. Esa transgresión, por más que fuera ingenua, tuvo mucho de higiénica.
La segunda vez que me interesé por Franco fue mirando unas monedas. Cuando pregunté a mi madre por la efigie de aquel abuelo, por su tono entendí que el viejo debía tener muy mala uva para que ella, resiliente por naturaleza, manifestara su alivio porque ya no mandase.
Con ojos infantiles
Por lógica vital y comprensión estética, un niño confía más en la generación de sus padres que en la de sus abuelos. De críos nos tocó asistir a un relevo político generacional y por intuición la chavalería se puso de parte del cambio.
Entre un calvo y decrépito como Franco y Suárez, González o Garaikoetxea no había comparación. Los políticos de la Transición se ponían en bañador, jugaban al tenis o al fútbol y se mostraban dinámicos, no como Franco, hierático por lo civil o lo militar, con la caña y la escopeta y hasta con un palo de golf y esos pantalones línea imperio a lo Steve Urkel. El franquismo fue un cuadro, un bodegón acidulado, pero sobre todo una forma de control, de falta de libertad y de temor ante la democracia.
Atendiendo al CIS, hay gente que se creyó aquello de ‘Franco culo blanco’ con tanto blanqueamiento a su dictadura y tanta lavativa ultra
Muchos niños y niñas de entonces reconocimos en esa generación de políticos a hombres –mujeres pocas– que se parecían más a nuestros padres. El instinto nos dijo que carcamales como Arias Navarro o Girón de Velasco estaban para jugar al chinchón; creímos que los avances caerían como fruta madura y que lo del culo blanco era la chufla de un pasado en blanco y negro.
La nuestra sería una generación moderna y aseada, sin palominos. Y llegaron el Mundial 82, el pop y la Movida y la CEE, aunque también el 23-F, la reconversión industrial, la droga o el sida. Y apellidos como Zabalza, Lasa, Zabala o Muguruza se nos hicieran familiares.
Pese a todo, aquella chavalería creció confiada en el progreso lineal, por más que continuara ETA o que en casa algunos aprendiéramos que cuarenta años de retraso no se borran de un plumazo. Era cuestión de tiempo, entonces. Lo que no se había conseguido en los ochenta se alcanzaría en los noventa, y si no, a partir del 2000. Esa era la sensación mayoritaria, de avance continuo.
Habla el CIS
Los niños pueden ser tan implacables como taxativos en su cuadrícula temporal. De chaval una década te parece el medievo, y la gente muerta una estatua incapaz de generar vestigios. Pero como afirma Toni Aira en Mitólogos. El arte de seducir a las masas (Debate, 2025) “nuestra memoria es corta, pero nuestra historia puede ser eterna”.
Me pregunto cuánto franquismo restaba en nuestra adolescencia visto el que se palpa en 2025. Según el CIS, medio siglo después de la muerte del dictador un 21,3% del personal considera que la dictadura fue buena o muy buena, y un 17,3% que la democracia es peor o mucho peor que la dictadura. Marcos que harían saltar de alegría a Francisco Franco, a Carmen Polo y a toda su caterva de El Pardo.
Hay gente que parece salida de un viejo tambor de Ariel, con tanto blanqueamiento, tanto frote y tanta lavativa ultra. Qué miseria y qué tristeza de caverna.