Sigo pensando que la resignificación no es fruto de la voluntad. Al menos, no de una voluntad parcial. No es tan fácil resignificar como llegar a un acuerdo por peliagudo que se presente. Si todo sigue adelante, como mucho nos encontraremos ante una reutilización que ha precisado de una reforma para adecuar los espacios a un fin distinto al original.

Si se lleva a cabo la obra, la resignificación supondría que cuando usted pasara por delante en lugar de pensar A o A’ o ¿este petacho? pensara B y lo pensara con satisfacción. Y que cuando le preguntasen qué es ese edificio contestara B y lo hiciera alegre de darle ese nombre. Y luego ya, si hubiera tiempo o se lo pidieran, explicara que aquello fue A, pero que bueno, que mejor así. Y que en un plazo prudente pero no excesivo esta fuera la respuesta mayoritaria.

Esta resignificación exigiría un consenso tan amplio que haría innecesarios los comités de expertos y expertas de puro evidente y clamoroso que sería el asentimiento ciudadano. Ahora no me viene ningún ejemplo a la cabeza, lo que, también, creo modestamente, ilustra la dificultad de conseguirlo. Por eso a mí la palabra me parece bienintencionada pero desajustada.

En la práctica, el comité sugiere ocultar o tamizar la cúpula tanto hacia el exterior como hacia el interior. Incluso considera encapsularla. Una traslación inmediata y casera de estas palabras a imágenes me produce visiones inquietantes. ¿Que qué me imagino? Todo tipo de sombreros, gorras y tocados, desde la boina al panamá, cubrecabezas más o menos cosmopolitas, más o menos folk, más o menos llevaderos.

Y si me limito a lo arquitectónico, se me ocurre que Maristas proporciona un ejemplo contemporáneo de algo a medio camino entre la ocultación, el tamizado y el encapsulamiento.

Sigo sin verla.