Igual que la música, la risa nos interconecta a través de sensores invisibles que descargan corrientes de microfelicidad. Atraviesa culturas, edades y clases sociales. Ayer pasé junto a la sección de frutería de un supermercado del barrio. La han envuelto en madera contrachapada y ahora la misma fruta parece mejor. Más orgánica. Aunque sigue viniendo en avión desde Ecuador y Marruecos aparenta kilómetro cero, cultivada en las propias laderas del Pagasarri. Había calabazas. Los escaparates del casco viejo de Bilbao llevan ya un mes gritando que Halloween se acerca.
Telarañas, tarántulas y murciélagos se están haciendo fuertes también en bares y restaurantes. Es imposible abstraerse. Se te puede olvidar el cumpleaños de tu hijo. La fecha de Halloween, no. Aquí se milita mucho por la recuperación de la Arimen Gaua, la noche de las almas pagana, la tradición rural autóctona. Da lo mismo. Las calabazas de la frutería llevan pegatinas de Halloween. Nos miran desde lo alto de la pirámide con ojos de terror. Les quedan días para que las acuchillen y lo saben. Se lo han contado anteriores generaciones de calabazas en un relato de transmisión oral que cada año cruza el Atlántico. Esto empieza a ser la magdalena de Proust, vuelvo. La cosa es que al pasar junto a la fruta, una dependienta se puso a contar al carnicero y a la cajera lo que había hecho una clienta. Trabaja en uno de los restaurantes que rodean el súper. Había entrado y se había llevado la calabaza gigante.
La de las pegatinas con ojos sanguinolentos, sonrisa malévola y un sombrero de bruja sujeto con chinchetas. Era la calabaza decorativa. “¡La acababa de poner!”. Había diez o doce más. “Se ha llevado ESA”. “¡Habría pagado por ver la cara del cocinero cuando se la ha puesto delante!”. Los tres lloraban de risa. Me contagié. Había entrado con la cabeza cargada y, al salir, estaba hueca. Sólo me faltaban las pegatinas y el sombrero. Poco se habla de la liberación y la sensación de pertenencia que genera reírse de lo absurdo con desconocidos.