Siria conmemora el primer aniversario del cambio de régimen que puso fin a la dictadura familiar de los Al Asad y lo hace envuelta en lo que hasta la fecha no ha dejado de ser un espejismo cuidadosamente construido. El nuevo líder, Ahmed al‑Sharaa, es un antiguo yihadista reciclado en presidente de transición que ha restaurado formalmente un paquete de libertades por contrastar, pero que ha entendido que precisa del respaldo de la Casa Blanca y le entrega lo que quiere oír: ruptura con Irán, garantías contra el ISIS y normalización con Israel bajo el paraguas de los Acuerdos de Abraham.
La estrategia es transparente. Al‑Sharaa ha expulsado a buena parte de las milicias financiadas por Teherán y se ha ofrecido como muro suní al antagonista chií por excelencia: Irán. A cambio, Trump le ha levantado sanciones selectivas, promete inversiones –en un país con un 90% de su población bajo el umbral de pobreza– y actúa como su valedor internacional. La estabilidad y los intereses geoestratégicos blanquean el pasado terrorista. En este contexto, las monarquías del golfo –Arabia Saudí, Emiratos o Qatar– ven abierto un espacio de reconstrucción y negocio, pero también un peón útil en la pugna intra‑suní y en la contención de Irán. El regreso de Damasco a la Liga Árabe se acompaña de gestos diplomáticos y líneas de crédito.
Pero bajo la voluntad de mostrar un rostro amable y estable, eventualmente respetuoso de un régimen de libertades y derechos, persiste las matanzas sectarias contra comunidades alauíes, cristianas y drusas como antes fueron víctimas del régimen baazista. A Israel, el nuevo escenario le resulta convenientemente pragmático. Mantiene una franja desmilitarizada en el sur sirio, ampliando su presencia en la región desde la cual vigila, condiciona e impide un rearme que le pueda amenazar. Para el Gobierno de Netanyahu, la prioridad no es el perfil del líder en Damasco sino que Siria no vuelva a ser terreno de juego iraní o Hizbulá.
Con tantas dudas y condicionantes, parece demasiado pronto para celebrar este aniversario como una victoria de la democracia. Pesa demasiado el componente de maquillaje geopolítico de demasiados intereses cuya prioridad no es necesariamente un modelo democrático de convivencia pacífica en el crisol de pueblos y credos que es la región.