La declaración de ilegalidad y nulidad del consejo de guerra que condenó a muerte a Angel Otaegi, a Juan Paredes Txiki y a tres miembros de los FRAP debe actuar como un baldón para fijar la ilegitimidad del franquismo, tanto en su origen como en su manera de ejercer el poder. Un régimen nacido de un golpe de Estado y sostenido en la represión nunca fue un Estado de derecho, por mucho barniz institucional y cuerpo legislativo con el que pretendiera homologarse en el exterior.El documento del Gobierno español oficializado ayer, reconoce que aquellos consejos de guerra vulneraron “las más elementales exigencias de un juicio justo”, con intimidación e indefensión de los acusados.
El juicio a Txiki y Otaegi fue una pantomima que no respetó siquiera los propios procedimientos que se definían en la normativa vigente en la dictadura y que se acometió con su conclusión escrita de antemano: un procedimiento instrumentalizado para escenificar fuerza política a pocos meses de la muerte del dictador. Un mensaje de rotunda disposición a usar los resortes del poder sin respeto a la vida con tal de contener las demandas democratizadoras que se percibían.
En tiempos en los que tanto se invoca la independencia judicial, este caso opera como un espejo incómodo. Los tribunales militares del franquismo eran la negación misma de esa independencia. Su rehabilitación pública como “justicia” forma parte del imaginario que la Ley de Memoria Democrática pretende desmontar al declarar ilegales, ilegítimos y nulos aquellos órganos y sus sentencias. Una ley que, no lo olvidemos, está en el punto de mira de la extrema derecha con el silencio cómplice, cuando no coincidente, del PP cuando reprocha que la norma genera división y confrontación social. Hay, además, una dimensión pedagógica ineludible.
Quienes no vivieron aquellos años necesitan referencias claras, frente a las tentaciones revisionistas o nostálgicas. Reconocer a Txiki y Otaegi como víctimas de un juicio injusto no borra la complejidad de sus trayectorias, pero sí sitúa en el centro lo esencial: fueron ejecutados por un aparato sin legitimidad democrática. Solo una democracia que señale sin ambages la infamia de aquellos procesos puede vacunarse contra cualquier intento futuro de disfrazar de legalidad la violencia de Estado.