Coincidiendo con el centenario de su nacimiento, se han publicado dos libros muy interesantes sobre el parisino vasco Jon Mirande. En el primero, Zer egin Miranderekin, Santi Leone, Gorka Bereziartua y Katixa Dolhare reflexionan y nos hacen pensar sobre eso mismo, qué hacer con un gran escritor a la par que misógino y antisemita, de tendencias pedófilas, putero confeso, dipsómano suicida, mezcla atormentada y local, pero nada local, de Céline y Mishima, sin los trotes de uno ni la épica del otro.
Para mí, ya que estamos,lo que hay que hacer es, sin blanquearlo ni dedicarle una calle, seguir publicándolo, leyéndolo ybuceando en las aguas turbias de su vida y de su obra.Y a eso se ha puesto Mikel Soto en el segundo, Mirande, herri-minez, ezin-minez, un detallado tocho en el mejor sentido de la palabra. ¡Qué gozada! Es una de esas ocasiones – no ocurre siempre- en las que de verdad, no sólo de corazón, cabe felicitarse de ser vascoparlante.
Al profano quizás le interese saber que en 1950 Jon Mirande escribió el poema satírico Euskaldun zintzoen balada, donde pide a Ortzi que lo libre de ser como buena parte –la parte buena– de sus paisanos, cuyas creencias religiosas y políticas desprecia. Guárdeme de ser iluminado como ellos, le ruega. Al parecer ya somos distintos, aunque por falta de fe que no sea, pues a cambio de la vieja nos hemos dotado de mil doctrinas sustitutivas. De modo que si Jon Mirande volviera sería tal vez más censurado, por lo escrito hace un siglo, sí, y sobre todo por lo que ahora escribiría. Y es que los euskaldun zintzoak no han desaparecido: simplemente son otros. Y también tienen tijeras.