Caridad y solidaridad
La profesionalización de la solidaridad es un hecho constatable y al calor de las ONG se arriman trepas y demás personajillos con el único ánimo de medrar económica y socialmente.
Durante siglos pasados, la solidaridad se conocía como caridad y se encargaban de ella, aparte de la Iglesia, mujeres de alta alcurnia de la nobleza o la alta burguesía para lavar sus explotadoras conciencias manchadas por la injusticia social. Los ricos y poderosos entregaban las migajas sobrantes a los pobres y enfermos por ellos explotados para redimir sus pecados y, de paso, dar una imagen de benevolencia. Pero la caridad o la solidaridad son parches que no arreglan nada, tiritas para tapar grandes heridas cuando lo necesario es aguja e hilo para coserlas; la injusticia no se arregla esparciendo entre los desgraciados lo que desechan los viejos potentados.
Voluntarios partiéndose el pecho y su propia vida, que curran como nadie para ayudar donde se necesita; gente que a pesar de ser auténticos profesionales llevan ambulancias en las horas libres de su trabajo, o cuidan ancianos en vez de irse de vacaciones para que ratas de despacho se llenen los bolsillos de por vida a base de recortar, morder y repartirse lo gordo para dejarnos las puñeteras migajas.
Produce qué menos que sonrojo ver a trepas con chófer y comitiva de asesores en nómina; importantes altos cargos y ministros con ganancias de futbolista que con la excusa de la crisis y para reducir el déficit deciden recortar los gastos sociales y sanitarios y congelar el escaso bienestar con el que se llenan la boca mientras todos estos soñadores románticos se ganan nuestro respeto y admiración; luchando en sus trincheras y pagando un alto precio por un poquito de justicia social. Lo que verdaderamente necesitamos se nos hurta y los cuidados paliativos sólo alargan nuestra agonía.