A veces uno se lleva agradables sorpresas, no sólo en la vida cotidiana sino incluso en la política. No siempre todos los políticos son infames, los hay válidos. Antes de las elecciones, muchos queríamos quitar a unos gobernantes ineptos del poder que nos oprimía y había hundido nuestro país, pero no confiábamos demasiado en los que les suplantarían, porque creemos que el sistema es corrupto tal y como está ahora, pero a veces descubrimos que la voz del pueblo, las protestas razonadas de muchos, pueden inclinar a los que mandan hacia direcciones mejores y así parece que ha sucedido ahora.
Anuncian que quieren sacar una ley de transparencia para el buen gobierno y evitar el despilfarro o la mala gestión de fondos públicos. Los que tiren el dinero del pueblo podrían ser inhabilitados e incluso se discute una posible sanción penal. Nada más lógico que por fin los que administran nuestros bienes sean responsables y rindan cuentas a la sociedad. Lo que demuestra que hasta ahora nuestro mundo era ilógico y caprichoso, perdido en manos de tiranuelos administrativos. Esperemos que se haga bien dicha ley, para evitar cazar a enemigos con falsos cargos, sólo por oscuros motivos políticos. Pero, sin duda, hacía falta controlar a los que nos rigen, porque ellos no son soberanos. Soberano es el pueblo. El rey tampoco es realmente soberano sin el consentimiento de los demás.
En las democracias mandamos los ciudadanos, los gobernantes sólo son empleados nuestros, deberían serlo. Lo que se contempla con estas leyes que ahora se piensan no es un milagro ni algo nuevo. Los pesimistas, que son muchos, consideran que nada puede cambiarse y si cambia no es para mejor. Si fuera verdad esa concepción todavía viviríamos en la esclavitud del Imperio Romano o en otras peores. Los modernos ingleses, sin revoluciones, lograron transformar poco a poco su sistema político hacia lo que ahora gozan. Las buenas ideas iban calando en la población y en las clases dirigentes, como sucedió con la Ilustración, y, finalmente, se hizo necesaria la transformación. Aunque el país británico pueda perfeccionarse todavía mucho, las mejoras son claras si comparamos esta época con la del monstruoso Enrique VIII. Es decir, hay que aplaudir los cambios positivos y protestar por los negativos para que la sociedad sea cada vez mejor. Son tiempos difíciles, pero los hubo peores y se pueden hallar soluciones para hacer este mundo más habitable para todos.