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Vuelven los matacuras

La abuelita había estado cuidando al bebé enfermo para que sus padres pudieran ir a trabajar. Al llegar ellos a casa, la cuidadora, con una sonrisa, se despidió para ir a misa a la catedral, como hacía siempre. Le consolaba escuchar las divinas palabras para preparar su alma y no temer la muerte, para ser feliz cuando el cuerpo se va derrumbando y el futuro es desde el punto de vista físico más que negro. También le animaba pensar que la desaparición de su marido no era tal, y que desde el otro mundo le cuidaba quien tanto la había amado. Como había sido bueno lo imaginaba en un cielo donde esperaba encontrar a tantos amigos y familiares ya difuntos. Escuchando los sermones se replanteaba la vida y los textos piadosos, las imágenes de las pinturas o las esculturas le servían para examinarse e intentar ser mejor. Miraba críticamente su vida y la jornada y hallaba los defectos que era necesario pulir, con el consuelo de que el juez es un Dios bueno y siempre está dispuesto a perdonar nuestros yerros. Ahora iba a cuidar enfermos y hablaba con los mendigos dándoles su limosna. Pero ese día la echaron de la catedral, no los sacerdotes, sino la bomba que habían colocado para que explotara en la hora de máxima afluencia. La política que alentó el anticlericalismo con no pocos promotores había llevado a unos fanáticos a intentar matar creyentes para destruir la Iglesia. Vana labor que muchos han intentado desde los tiempos del Imperio Romano sin conseguirlo. La sangre de los mártires siembra nuevas semillas y fortalece la religión. El único resultado de los asaltantes de iglesias es la destrucción de un maravilloso patrimonio artístico que arrasa con la belleza donde ese cáncer fanático se implanta. Volvemos a los tiempos que habían llevado a la última guerra civil española, pero el tercer milenio ha de ser el del respeto y la convivencia entre muy diversas creencias políticas y religiosas. Así lo vemos en Norteamérica o en muchos países de Europa. Cada cual cree y se nutre del culto que considera sin por ello ser maltratado. Pero ahora los fanáticos no son los arrodillados, sino nuevos asesinos de la libertad y de las personas que quieren imponer su criterio con sangre y a la fuerza y se llaman a sí mismos progresistas. La abuelita miró al cielo, se encontró con el crucifijo en lo alto de la cúpula y sonrió pidiendo perdón por aquellos que habían querido reventarla con la pólvora, amando a sus enemigos.